Hay
una conversación, al final del relato, que define la relación entre
la madre y el hijo. Ella vive sus últimos días. Sale la posibilidad
de que se vaya a vivir con él. A ella parece que se le iluminan
los ojos, pero el hijo dice algo de lo que se va a arrepentir:
“Bien,
espera -dije. Y eso es lo que, más que ninguna otra cosa en mi vida,
quisiera no haber dicho nunca. Palabras que no hubiera querido oír
nunca-. No hagas planes todavía. Quizá para entonces te sientas
mejor. Tal vez no sea necesario que vengas a Princeton”. El
narrador aclara que el brillo de los ojos de la madre desapare. Poco
después murió.
Quizá
Richard Ford haya escrito el relato, haya sido tan escueto, tan
abstracto, para escribir esas palabras.
En
las últimas líneas del libro se pregunta: “¿Alguna vez se tiene
una “relación” con la madre?”. Y se responde: “No. Pienso
que no”. Antes había recordado otra conversación, poco después
de la muerte del padre. Ella le decía: “Richard -decía- nunca
conoceré la felicidad plena. No está en mi naturaleza. Concéntrate
en tu vida. Déjame sola. Yo me ocuparé de mí”.
“Y,
aún juntos, estábamos solos”, concluye.
Todo relato es una selección, una depuración, una destilación. Tratar de buscar el sentido de una vida en 80 páginas es un empeño literario para complacer al escritor y al lector. La vida es mucho más que eso y mucho menos. Lo es todo para quien vive y nada para quien ya se ha ido.
Todo relato es una selección, una depuración, una destilación. Tratar de buscar el sentido de una vida en 80 páginas es un empeño literario para complacer al escritor y al lector. La vida es mucho más que eso y mucho menos. Lo es todo para quien vive y nada para quien ya se ha ido.
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