miércoles, 19 de abril de 2017

Mi madre, de Richard Ford

   
          No sé cuánto espacio se necesita para contar la vida con la madre, en qué formato hacerlo, qué sucesos contar o si se puede contar sin dejarse llevar por las lágrimas, por la culpa o por el reproche. Richard Ford solo ha necesitado 80 páginas, Knausgard algo más para hablar de la muerte de su padre, 500. Aunque este se detiene en los sucesos y aquel hace de la vida una abstracción. El somero relato de Ford busca ejes en la vida de su madre: la salida del convento de monjas, de algún modo abandonada por su madre, la muerte del marido, padre del autor, y la noticia de que tenía cáncer de pecho. La infancia de su madre, escribe, no merece ser recordada, salvo por los 7 años de su estancia en el convento de monjas que le cortaron un traje católico con el que enfrentarse a la vida. Los 15 años que pasó con el marido viajante, “un hombre simple y bueno”, de carretera en carretera, antes de tener a su único hijo, son los años que vivió en presente, lo más parecido a la felicidad. Después, años anodinos con trabajos temporales sin satisfacción, hasta que se le declaró el cáncer. Luego, siete años de dolor (“La muerte se toma un largo tiempo antes de culminar su tarea”), las vidas de madre e hijo separadas, el sentido de la deuda, de la culpa.

            Hay una conversación, al final del relato, que define la relación entre la madre y el hijo. Ella vive sus últimos días. Sale la posibilidad de que se vaya a vivir con él. A ella parece que se le iluminan los ojos, pero el hijo dice algo de lo que se va a arrepentir:

            “Bien, espera -dije. Y eso es lo que, más que ninguna otra cosa en mi vida, quisiera no haber dicho nunca. Palabras que no hubiera querido oír nunca-. No hagas planes todavía. Quizá para entonces te sientas mejor. Tal vez no sea necesario que vengas a Princeton”. El narrador aclara que el brillo de los ojos de la madre desapare. Poco después murió.

             Quizá Richard Ford haya escrito el relato, haya sido tan escueto, tan abstracto, para escribir esas palabras. 

             En las últimas líneas del libro se pregunta: “¿Alguna vez se tiene una “relación” con la madre?”. Y se responde: “No. Pienso que no”. Antes había recordado otra conversación, poco después de la muerte del padre. Ella le decía: “Richard -decía- nunca conoceré la felicidad plena. No está en mi naturaleza. Concéntrate en tu vida. Déjame sola. Yo me ocuparé de mí”.

            “Y, aún juntos, estábamos solos”, concluye.

             Todo relato es una selección, una depuración, una destilación. Tratar de buscar el sentido de una vida en 80 páginas es un empeño literario para complacer al escritor y al lector. La vida es mucho más que eso y mucho menos. Lo es todo para quien vive y nada para quien ya se ha ido.

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