sábado, 25 de marzo de 2017

The Young Pope




         El fuerte de Paolo Sorrentino es el golpe visual y su guía la belleza. De ello hay muchas muestras brillantes en The Young Pope, como las había en sus mejores películas, La juventud y La gran belleza. Se sitúa en la tradición de Fellini, como él mismo reconoce, donde el cine es un arte de la imagen, del impacto visual, del encuadre sorprendente, de la composición teatral, donde la armonía de colores y formas es más importante que la narración. Sorrentino pone en juego todos los sentidos, la vista y el oído, por supuesto, pero también el tacto y hasta el olfato. Se nos escapan los dedos para tocar las telas que visten sus personajes, el decorado brillante que los envuelve, los objetos que adquieren una textura palpable u olemos con ellos cuando se reconocen unos a otros en la proximidad. Esa es su virtud y también su defecto. Da la impresión que Sorrentino tenía una idea plástica al concebir esta serie: un papa joven, vestido de blanco impoluto, con una presencia estilizada de hermosa apariencia, paseando por los jardines y estancias vaticanos, rodeado de sotanas negras, de túnicas y capelos rojos, y que sobre esa idea ha ido construyendo los sucesivos capítulos, a tropezones, con muchas escenas brillantes y otras más anodinas, con algún giro de guión sorprendente y otros más vacuos. Le falta un hilo conductor, un relato que de sentido a su capacidad de creador de imágenes. Y es una lástima porque tiene los mimbres para hacer un buen cesto alrededor de ese joven papa con la voluntad de hacer una revolución conservadora en medio de una estructura burocrática anquilosada y una vuelta a los orígenes de una iglesia vaciada moralmente, entregada a las formas de la modernidad sin sustancia. A ratos, en algún capítulo, parece que lo va a lograr, que su personaje arma o recupera un camino teológico para transformar la Iglesia, pero enseguida aparece una trama secundaria, atraído por una imagen potente, que desvía la narración hacia los arrabales: el rostro deforme de un pícaro campesino, una danza en el desierto africano, un cuerpo grande atrapado en una pequeña habitación, a los que tiene que dar una mínima historia. Su instinto de persecución de la belleza es superior al de dar coherencia al conjunto de escenas que se le van ocurriendo. Aún así es una serie apasionante por momentos, llena del color y del entusiasmo de la creación, con una música muy bien seleccionada y con un casting espectacular. Lo que me sucede cuando veo La juventud o los capítulos de la serie o cuando vi La gran belleza es que la música y las imágenes me ponen a danzar y me inundan de alegría. Una serie de autor. Para disfrutar. 

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