¿La proximidad, la experiencia del arte nos hace mejores? Una obra de arte produce una experiencia catártica. Un buen concierto, una película hace vibrar el músculo cordial, una lectura desata una catarata de emociones, un chute de dopamina, pero ¿nos hace mejores? ¿Tiene algo que ver lo bello con lo bueno? ¿A estas alturas, hay algo de cierto en aquella proclama que unía la ethica con la aesthetica? Si ya nada garantiza el libre ejercicio de la razón, cocida en el baño maría del cazo emocional, no parece que el trato cercano con la belleza garantice la bondad. Peor que eso, un argumento bien construido, unos hechos racionalmente engarzados en un argumento racional no sirven de nada ante la pasión (mejor, prejuicio) política (los 50.000 de Fillon).
Una novela como Patria, tan ensalzada y promovida por sus lectores -yo mismo- asegura varias tardes de intensa dopamina, pero la emoción que compartimos con sus dolientes personajes, separados, como nosotros lectores, de la realidad por un muro de papel y un confortable salón de lectura, aunque sea un muro transparente, no ahorra un gramo de dolor a las víctimas de carne y hueso, ni añade una micra de responsabilidad y castigo a quien no quiera asumirlas, no hace a sus lectores agitadores morales o activistas de la justicia. Puede que sea al contrario, que el arte galvanice las emociones porque acentúa nuestra pasiva contemplación de la desgracia, irónicamente recompensada por un placer solitario.
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