domingo, 5 de marzo de 2017

En el CAB



          ¿Por qué volvemos a los museos? No por sus obras. Grandes obras solo las hay en los trasatlánticos del arte. En los museos provinciales hay otra cosa: son contenedores amnióticos que nos acogen con el suave murmullo del vientre materno, ahora que las iglesias están cerradas y los cabildos las han reducido al culto y al negocio turístico, clausuradas al paseante solitario. Tanto peor para ellas, un paso más en la laicización del mundo. Necesitamos lugares para el encuentro con lo incomprensible. La mente del hombre, a tientas y en silencio, trata de identificar lo que no comprende, unas veces contemplando la naturaleza, otras dentro de sí o palpando manifestaciones -el arte- que alientan la perplejidad. Una forma patética de exhibir limitaciones antes de que hayamos erradicado de la tierra todo misterio, si eso llega a suceder. Necesitamos ese gozo.

         A menudo, lo que se nos ofrece en los museos provinciales no es nada más ni nada menos que un decorado confortable (Alejandro Corujeira) para nuestras divagaciones, para nuestra necesidad de estar a solas o de no hacer nada. No sé si es una buena idea adentrarnos en un museo en compañía. A mí casi nunca me ha ido bien, aunque a veces estamos obligados a ello, cuando educamos a nuestros hijos o aprendemos en pareja.


          Incluso los textos abstractos, retóricos, vacíos, que acompañan las exposiciones provinciales pueden servir en el intento de vaciar la mente que uno realiza cuando pasea por un museo. Es apropiado, en este sentido, que las obras de Antonio Sanz de Fuentes, por las que merodeo, no tengan título ni reseñas y que sus pinturas y esculturas sean de un informalismo atemperado: sobrios colores, brochazos de dispareja intensidad, marcos agradablemente geométricos, donde el artificio raramente es asaltado por la irracionalidad.

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