¿Por
qué volvemos a los museos? No por sus obras. Grandes obras solo las
hay en los trasatlánticos del arte. En los museos provinciales hay
otra cosa: son contenedores amnióticos que nos acogen con el suave
murmullo del vientre materno, ahora que las iglesias están cerradas
y los cabildos las han reducido al culto y al negocio turístico,
clausuradas al paseante solitario. Tanto peor para ellas, un paso más
en la laicización del mundo. Necesitamos lugares para el encuentro
con lo incomprensible. La mente del hombre, a tientas y en silencio,
trata de identificar lo que no comprende, unas veces contemplando la
naturaleza, otras dentro de sí o palpando manifestaciones -el arte- que
alientan la perplejidad. Una forma patética de exhibir
limitaciones antes de que hayamos erradicado de la tierra todo
misterio, si eso llega a suceder. Necesitamos ese gozo.
A
menudo, lo que se nos ofrece en los museos provinciales no es nada
más ni nada menos que un decorado confortable (Alejandro Corujeira)
para nuestras divagaciones, para nuestra necesidad de estar a solas o
de no hacer nada. No sé si es una buena idea adentrarnos en un museo
en compañía. A mí casi nunca me ha ido bien, aunque a veces
estamos obligados a ello, cuando educamos a nuestros hijos o
aprendemos en pareja.
Incluso
los textos abstractos, retóricos, vacíos, que acompañan las
exposiciones provinciales pueden servir en el intento de vaciar la
mente que uno realiza cuando pasea por un museo. Es apropiado, en
este sentido, que las obras de Antonio Sanz de Fuentes, por las que
merodeo, no tengan título ni reseñas y que sus pinturas y
esculturas sean de un informalismo atemperado: sobrios colores,
brochazos de dispareja intensidad, marcos agradablemente geométricos,
donde el artificio raramente es asaltado por la irracionalidad.
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