miércoles, 8 de marzo de 2017

La séptima función del lenguaje, de Laurent Binet


            Qué ocasión perdida. Laurent Binet tenía ante sí tres formas de llevar a cabo su empresa, la historia de la construcción y deconstrucción de la llamada The French Theory (TFT), ese edificio inhabitable que levantaron los intelectuales franceses de la segunda mitad del siglo XX y que alcanzó su cima y su derrumbe en el año 1980. En el otoño de ese año sus figuras señeras fueron invitadas a un famoso coloquio en la universidad de Cornell, Ithaca, en el estado de Nueva York. También en ese año moría atropellado por una furgoneta de reparto Roland Barthes y Althuser estrangulaba a su esposa Helène. El tema es goloso para cualquier historiador, novelista o psicólogo. ¿Qué podría haber hecho Laurent Binet, aclamado por su primera novela HHhH, donde transcribía a la lógica de la ficción la realidad del asesinato en Praga del criminal nazi Reinhard Heydrich?

             Podría haber recorrido el año 1980 al modo de las biografías de un año (como 1917, 1933...), tan a la moda. Ahí tenía un reguero de acontecimientos, muertes de importantes, publicación de libros, masacres de oscura intencionalidad política -Bolonia-, congresos científicos. O podría haber escrito la biografía intelectual de la TFT, novelizándola incluso, pero siguiendo la traza de sus ideas, convirtiendo a Tvzan Todorov (intelectual que acaba de fallecer), por ejemplo, en su Beatriz, no en vano este escritor búlgaro de escritura francesa fue testigo privilegiado del ascenso y caída de la TFT. Fue discípulo de Barthes, escribió sus primeros libros en el abstracto código de la secta, evolucionó del significante al significado y acabó descubriendo la verdadera utilidad de los libros en general y de la literatura en particular: “El objeto de la literatura es la condición humana y, por esa razón, el que la lee y la comprende se convertirá no en un especialista en análisis literario, sino en un conocedor del ser humano”.

               Pero Laurent Binet ha optado por la tercera opción disponible, la más fácil, la menos exigente, la más comercial (con matices). Siguiendo el exitoso modelo de  El nombre de la rosa, de Umberto Eco, uno de los personajes del libro, convierte la historia de la TFT en trama noir. Las pistas que va dejando el reguero de muertes reales y ficticias de 1980 le llevan a buscar un significado oculto, una conspiración en el extraño código que manejan semiólogos, lingüistas y filósofos, franceses, italianos y americanos. Pero la hilazón es pobre: las muertes son llamativas, pero no explican nada, los parlamentos de los actores son insustanciales, salvo algunas citas de las conferencias Connell y la exhibición erudita que el autor se permite en el último tramo de la novela, y la trama no acaba de trabar lo que el autor pretende, la teoría semiótica con los sucesos de ese año, algunos de los cuales, como las peleas por ser el macho alpha de la Republique entre Giscard y Miterrand o la matanza de Bolonia no son más que inexplicables pegotes, margaritas arrojadas al lector común.

             La última parte de la novela es un seguido de justas retóricas en las que los logómacas de la TFT retan a sus pares analíticos en Cornell (Deleuze contra Searle), a sus colegas semióticos, en el seno de una sociedad dialéctica, el Logos Club, en Venecia (Sollers contra Eco), en duelos dialécticos cuyo objeto es mostrar la capacidad de persuasión, poniendo en juego el dominio de una séptima función del lenguaje que Roman Jacokson habría intuido pero no explicitado en su estudio sobre las funciones del lenguaje. Por supuesto, la verborrea francesa siempre es derrotada por sus más serios contrincantes (el autor sigue la sentencia de la historia al respecto), perdiendo en el combate algo más que el prestigio. Hay una especie de epílogo en París, llevando la trama hasta 1981, cuando el debate por la Presidencia, entre Giscard y Miterrand, en el que, contra lo esperado, el siempre perdedor socialista derrotó al liberal gracias a poseer las claves de esa séptima función. Sin embargo, creo, que aunque el jugueteo con el macgufin de la séptima función del lenguaje reporta algún momento divertido, más que en las justas dialécticas en el anecdotario sobre el carácter de los filósofos franceses, no basta para hacer de la novela algo más que puro juego para consumo interno francés. El lector común español se perderá entre tanto nombre y tanta disputa casera.

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