“Me fascina el Papa Benedicto XVI. Cuando fue a Auschwitz, se preguntó tres veces que dónde estaba Dios en el Holocausto; me gustaría saber si su fe es sólida, si duda de Dios; quizá por eso renunció”. (Werner Herzog)
Es
extraño que en el mundo de la arqueología, cada vez más extendido
y sofisticado, que trata de desentrañar los más recónditos
misterios de las civilizaciones, no se haya suscitado la cuestión de
los restos del personaje más famoso de la historia de la humanidad,
los huesos de Cristo. Es comprensible que el asunto no se haya ni
planteado en el seno del cristianismo por razones obvias, es una
religión fundada sobre la resurrección de su fundador, pero suena
extraño que los historiadores o científicos de la arqueología,
laica como cualquier ciencia, no lo hayan convertido en un asunto
capital. Me surge esta reflexión mientras leo el apasionante relato
de la historia del descubrimiento de la tumba del apóstol Pedro en
la necrópolis romana que subyace a la basílica vaticana. Lo leo en
Apóstoles (Apostle: Travels Among the Tombs of the Twelve)
de Tom Bissell. Bissell hace un viaje por los lugares donde se dice
que los doce están enterrados, contempla melancólicamente el estado
actual de las iglesias que a ellos se dedicaron, las tumbas o los
relicarios, medita sobre las controversias entre confesiones
religiosas y entre teólogos, intenta separar lo histórico de lo
legendario en la vida de los doce primeros seguidores de Cristo, se
pregunta sobre su existencia histórica, sus diferencias doctrinales,
sus viajes de predicación por el mundo romano, su contribución a la
fundación del cristianismo. Sin embargo, tampoco él hace cuestión
sobre el lugar donde puedan estar los huesos de Cristo.
El
hilo que conduce las indagaciones de Bissell es la pregunta de cómo
se asentó la iglesia primitiva en medio del debate entre cristianos
judíos, cuya cabeza era Jacobo, hijo de Zebedeo, también conocido
como Santiago el Mayor, y cristianos gentiles, representados en el
poderoso aliento de Pablo de Tarso, con Pedro ocupando un lugar
intermedio en la disputa. Bissell consigue transmitir la viveza del
debate en los encuentros que tuvieron lugar en Jerusalén entre los
primeros y los segundos, lo difícil que resultó para los cristianos
judíos desprenderse de la ley y las prácticas tradicionales, si es
que llegaron a hacerlo, y de la lucha casi solitaria de Pablo por
fundar un cristianismo universal. En esa historia adquiere una
importancia capital la autentificación de la tumba de Pedro en la
necrópolis vaticana. Tras la muerte de Jacobo, el hermano de Jesús,
y, sobre todo, tras la destrucción del templo, en el año 70,
Jerusalén deja de ser el centro de la nueva religión. No lo tenía
fácil Roma, porque al principio no había una cabeza primada y
porque incluso Constantino, el emperador que elevó al cristianismo,
trasladó su capital a Constantinopla. Los sucesivos obispos de Roma
se las arreglaron para convertirse en jefes de la Iglesia y
transmitir su primacía en una línea ininterrumpida hasta hoy. Por
eso era tan importante la tumba de Pedro en Roma. Constantino edificó
una basílica en ese lugar y sobre ella Julio II, durante el
Renacimiento, la grandiosa basílica que conocemos.
Aunque
Bissell dedica los capítulos del libro a sucesivos apóstoles, el
más apasionante, para mi gusto, es el que dedica a Pedro. Junto a
un arqueólogo recorre la necrópolis soterrada como si estuviese
viviendo una aventura, levantando capas de polvo, inscripciones,
lápidas y huesos que la historia ha ido enterrando. Desenterrar la
historia de ese lugar es como hurgar en los comienzos confusos y
misteriosos del nacimiento del cristianismo, es una analogía casi
perfecta del cristianismo: “sus orígenes parecían claros pero de
hecho resultaban profundamente opacos, su mensaje era aparentemente
obvio pero de hecho resultaba profundamente misterioso, su influencia
contemporánea parecía estar externamente asegurada, pero de hecho
corría un serio peligro”.
Bissell
visita los lugares de paso, reales o legendarios, de los apóstoles.
Pablo, de quien es el primer escrito, en términos cronológicos, del
Nuevo Testamento, La epístola a los Gálatas, y uno de los
grandes legados de occidente, La carta a los romanos. Pedro y
Andrés, los primeros en ser llamados por Jesús. Juan, a quien se
atribuyen el Evangelio de su nombre, las cartas y el Apocalipsis,
aunque quizá ninguno de ellos fueran escritos por el discípulo
amado. Del Apocalipsis dijo Thomas Jefferson que eran “los
delirios de un loco, ni más digno ni más capaz de proporcionar
explicaciones que las incoherencias de nuestros propios sueños
nocturnos”. Las ruinas de la gran basílica que se le dedicó en
Éfeso son un símbolo de lo que quedó de aquellas comunidades
cristianas, entonces las más pujantes, en la actual Anatolia. Los
cristianos habían destruido el templo de Artemisa, una de las siete
maravilla, los musulmanes, después, los templos cristianos.
Particularmente interesante es la expansión de la Iglesia de
Oriente, no confundir con la Iglesia Ortodoxa, que desde Siria llega
a la India donde crea una de las comunidades más antiguas del
cristianismo, más antigua que la mayoría de las establecidas en
Europa, con doctrina y liturgias propias. Esa Iglesia está asociada
a Tomás, al que se atribuyen también un Evangelio y unos Hechos. En
India hay una comunidad de cristianos tomasinos nada desdeñable, de
entre 60 y 70 millones que ha sobrevivido frente al poderoso
hinduísmo y al islamismo. En Chennay, la antigua Madrás, hay una
basílica dedicada a Santo Tomás y sus vecinos se precian de que en
ella están los restos del apóstol. A Toulouse llega Bissell para
encontrar la tumba de los apóstoles menos conocidos, Simón el
Cananeo y Tadeo. A Mateo, el publicano, fundador de la Iglesia etíope
y titular de uno de los evangelios, va a buscarlo a un remoto lugar
de Kirguistán, a un desaparecido monasterio de la Hermandad Armenia.
Otro lo dedica a Judas Iscariote y al campo que compró con las
monedas de su traición, Aceldama ("Campo de sangre"). Otros, a Bartolomé y a Felipe y a
Jacobo hijo de Alfeo. Y en otro hace un rápido repaso a los 650 años
de debate teológico en torno a la naturaleza de Jesús el Cristo,
desde las imprecisiones históricas y textuales de los evangelios a
la intervención del emperador Teodosio fijando definitivamente la
naturaleza humana y divina de Cristo y su lugar en la Trinidad.
Exhausto, tras más de 500 páginas de escritura o quizá por el
cansancio acumulado haciendo a pie el camino de Santiago, a Bissell
le bastan unas pocas líneas para despachar a Jacobo el Mayor y su
tumba en Santiago de Compostela, aunque afirma que podía escribir
otro libro sobre ello.
El
tour le sirve al autor para divagar por las diferencias doctrinales
entre cristianos, por los libros canónicos y su relación con las
comunidades donde se escribieron, por las disputas entre cristianos
judíos y gentiles, por los numerosos libros apócrifos, por la
fundación de sucesivas iglesias, por los cismas, por la historia
milenaria del cristianismo, por la huella actual de la creencia.
Bissell se manifiesta como no creyente pero afirma: “Cualquiera que
extraiga significado del arte no puede afirmar no entender que se
extraiga sentido de la religión”.
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