Ventilamos
los sentimientos encadenados en nuestras salas interiores
sublimándolos en los personajes de las películas y novelas que
frecuentamos, casi todas sumidas en una atmósfera de amor febril. El
amor alimenta las ficciones mucho más que el poder y la muerte,
porque estos también están bañados por esa pasión, que es el
oxígeno del alma. Sin embargo, no ese amor el que nos salva
definitivamente. El amor asociado al sexo es egoísta, ansía
prevalecer, fundar una relación de dominio, establecer raíces con
las que construir un poder. Toni Erdmann, que, extrañamente,
prolonga su estancia en las carteleras más allá de lo esperable -la
sala en que la vi, a rebosar-, capta la atención silenciosa como una
ceremonia religiosa, a pesar de su larga duración, habla de otro
tipo de amor.
Los
dos protagonistas, un hombre mayor más allá de la edad de la
jubilación, caracterizado con un humor que no hace reír, pesado,
torpe, con exceso de kilos, mal vestido y peor encarado, y una mujer
de edad mediana, de quien se puede decir que la gracia y el encanto
ya la han abandonado, seria y estresada por una profesión
antipática, no inducen, precisamente, a la identificación y, sin
embargo, asistimos a su tortuoso intento de aproximación con la
emoción a flor de piel, porque sabemos qué se juega en ese envite.
Las preguntas que se hacen son las que todos nosotros hemos ido
postergando, pero que están ahí latiendo, esperando una respuesta,
y con el temor a que llegue el último día sin que nadie nos la
musite al oído, solitarios, asustados. Ese amor es el que da sentido
a la humanidad, el que nos traba, pero es exigente y requiere un
empeño continuado. No es egoísta sino generoso, desinteresado,
aunque el efecto que produce si se logra es el de cerrar las grietas
que el egoísmo ha ido abriendo.
Como
la película es larga, mal trabada, los personajes poco vistosos y lo
que sucede en la trama falto de interés de tan vulgar, no nos parece
verosímil, sino real, la vida misma reflejada tal cual, la vida que
no tenemos porque hemos renunciado, porque nos faltan fuerzas, porque
desconfiamos, porque tenemos miedo y así se nos escapa con una
larga, congelada y triste mirada al vacío que nos llama. Los
defectos de Toni Erdmann son sus grandes virtudes.
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