La
Sierra de Irta, parque natural enclavado en la provincia de
Castellón, en la denominada comarca del Baix Maestrat, entre
Peñíscola, Alcalá de Xivert, Santa Magdalena de Pulpis y
Alcossebre, no es muy grande, 15 km de largo en el frente litoral, ni
muy alto, 573 m en su cima, pero tiene su encanto. Se puede recorrer
su costa, con acantilados, dunas y calas, o bien hacer rutas por el
interior siguiendo la traza de su historia, con dos castillos
templarios, de los cuales el de Xivert se conserva bastante bien, y
ermitas, la de Santa Lucía y la de San Antonio, cuya estampa blanca
se ve a lo lejos si ascendemos desde Peñíscola, o simplemente
dejarse llevar por las forma de sus montes, dos alineaciones
separadas por un valle, y su tupida vegetación mediterránea:
palmitos, enebros, lentiscos y arbustos aromáticos. O verse
sorprendido por una serpiente de escalera, de piel negra, como me ha
pasado a mí cuando pretendía evacuar entre arbustos despierta la serpiente del invierno, como los almendros florecidos.
Por doquier hay restos de la antigua actividad humana, un poblado ibero, chozos de pastores bien conservados, pozos en lo más alto, todavía con agua, hornos de cal y casas de volta (bóveda), construidas en piedra sin argamasa, con antigua y olvidada técnica para protegerse de la lluvia y del tórrido calor veraniego, que aun se mantienen en pie. Y luego, otra vez, los bancales abiertos en los desniveles más inverosímiles de los montes. Se pueden hacer rutas a pie largas y cortas, planas y abruptas, partiendo desde los pueblos mencionados que, en general, están bien señalizadas. Y lo mejor de todo, para estar en el centro de una región tan castigada por el turismo de urbanizaciones, deshabitado en la actualidad, sin edificaciones que afeen la belleza del singular paraje.
Por doquier hay restos de la antigua actividad humana, un poblado ibero, chozos de pastores bien conservados, pozos en lo más alto, todavía con agua, hornos de cal y casas de volta (bóveda), construidas en piedra sin argamasa, con antigua y olvidada técnica para protegerse de la lluvia y del tórrido calor veraniego, que aun se mantienen en pie. Y luego, otra vez, los bancales abiertos en los desniveles más inverosímiles de los montes. Se pueden hacer rutas a pie largas y cortas, planas y abruptas, partiendo desde los pueblos mencionados que, en general, están bien señalizadas. Y lo mejor de todo, para estar en el centro de una región tan castigada por el turismo de urbanizaciones, deshabitado en la actualidad, sin edificaciones que afeen la belleza del singular paraje.
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