Hay
gente que vive para el odio. Quizá, sería más correcto y bondadoso
decir que hay gente a la que el odio no le deja vivir. Ayer se me
hizo presente el cabal significado de una frase que a veces se dice,
que decimos sin reparar en la verdad de lo que dice: el odio le ciega.
Realmente, hay mucha gente cegada por el odio. Acababa de leer este
artículo sobre la intimidación, cómo hay políticos y gente partidarios de una idea, de un proceso, de un movimiento que ya que
no pueden convencer o seducir a tantos como ellos querrían y,
entonces, utilizan el arma de la intimidación para hacer callar a
sus oponentes. Estoy de acuerdo con la argumentación del
articulista, en algunos momentos de mi vida laboral, aunque
livianamente, he visto usar ese arma,sutiles formas de presión.
Desde hace un tiempo ya no es un arma leve, ahora se utiliza con
contundencia, como agresión verbal, incluso en el Congreso. Acudí
al foro del periódico para ver los comentarios y el día alegre que
traía conmigo se arruinó.
Hay
gente que no se conforma con odiar en privado o verter sus denuestos
en páginas amigas, en los foros de su cuerda, no, acuden a casa de
sus odiados para decirles cuánto les odian a la cara. Bueno, en
realidad, no, no lo hacen a la cara, lo hacen protegidos por el
anonimato. Si se siguen esos foros, se ve, sin embargo, que los
alias vuelven un día y otro, como si no pudiesen hacer otra cosa en
su vida, como si su vida estuviese justificada por el odio que
exhalan. Lo he visto en amigos y amigas míos, caer en esa
putrefacción del alma, incapaces para el razonamiento, cómo han ido
cayendo, cada vez de forma más visible, en esa enfermedad. En algún
momento se convencieron o alguien les convenció que tal y cual eran
los enemigos, sus enemigos, y, desde entonces, en sus rostros sólo
ven la máscara del diablo. Cualquier cosa que digan o escriban,
aunque sea lo más sensato, estará mal, tergiversan lo que dicen,
entienden lo contrario de lo que escriben.
Cómo
han llegado hasta ahí. Creo que es algún tipo de desgracia
sobrevenida, una malformación, una caída del alma, un desarreglo
neuronal. Hay que tenerles lástima, porque tienen difícil arreglo.
Aún no tenemos el remedio para recomponer una mala agrupación
neuronal. Es un misterio todavía cómo
se unen las neuronas para formar grupos, para establecer
funciones, cómo procesa el cerebro. En todo caso son muchos como
para arrinconarles y hacer como que no los vemos, tantos como para
concentrarse y adquirir peso y determinar la política del conjunto
de la sociedad. Hay políticos que lo saben y los utilizan como arma
de choque, políticos que han sabido contarles
mejor que nadie el cuento. Así que esa gente primero se
convierten en papagayos y luego en hienas. Hienas infelices.
¿Quién no ha pillado alguna vez en flagrante delito a un amigo, a un pariente, a un compañero de oficina o a un suegro, repitiendo casi palabra por palabra el argumentario que ha debido de leer en un periódico o escuchado en la tele, como si dijera él mismo sus propias palabras, como si se hubiera apropiado de ese discurso, como si manara de él y no como si cruzara a través de él, adoptando las mismas expresiones, la misma retórica, los mismos supuestos, las mismas inflexiones indignadas, el mismo tonillo cómplice, como si él no fuera el simple médium por el que la voz, diferida de un periódico que repite a su vez las frases de un político, quien a su vez las ha leído en un libro de otro autor, y así sucesivamente, como si él no fuera el simple médium, decía yo, por el que la voz nómada y sin origen de un locutor fantasma se expresara, comunicara, en el mismo sentido en que dos lugares se comunican uno con el otro por un pasaje?
(Del personaje Derrida, en La séptima función del lenguaje, de Laurent Binet)
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