Tenía
previsto comenzar en Forcall y así ha sido. Antes me he
parado junto al río, uno de sus tres ríos, el Bergantes, el Calders
y el Cantavella, porque la vista era hermosa: el campanario, el
puente y el caserío reflejados en el agua y, mientras hacía las
fotos, un friki de la astronomía anunciaba por la radio las etapas
del fin del mundo. La conjunción de ciencia, arte y naturaleza y un
día espléndido: la primavera encajada en medio del febrerillo loco.
¿Hay otra manera de ser feliz? El interior del pueblo es tan hermoso
como su reflejo: una plaza porticada de forma rectangular, un palacio
gótico, una ermita y a sus pies las estaciones del calvario y de
frente, al otro lado del valle, la gran roca del Migdia. Entonces me
ha empezado a hablar la señora, un montón de indicaciones que he
seguido al pie de la letra, la ruta a seguir y los mejores
restaurantes. Me ha cambiado totalmente el plan, pero he seguido a
gusto sus indicaciones porque era fuerte su convicción. Luego,
cuando ya me iba, la he visto tomando un café junto a cinco amigas,
en una terraza soleada. Canturreaban, más que hablaban, agradeciendo
al sol su caricia o quizá celebrando la ausencia de hombres.
Y
he acertado. Sorita o Zorita, en alto, y sus tres estrechas y
largas calles, de este a oeste, la de Dalt, la del Mig y la de Baix,
ondulantes, serpenteantes, umbrías. El Santuari de la Balma,
del que no tenía noticia, excavado en roca, amplio, envuelto en la
mística inocente y mercantil del turismo religioso, con un gran
restaurante igualmente excavado, con menús para llenar el estómago
de una vaca, si las hubiera carnívoras y hermosísimas vistas.
Cinctorres, en alto, con
el restaurante especialmente recomendado, el Faixero, con un menú
apetecible a base de trufa. Veremos si vuelvo el sábado a probarlo,
dependerá de la compañía. Castellfort, en alto, muy alto,
al que se llega por una carretera estrecha y ondulante: ni una sola
persona en la calle, es verdad que eran las cuatro y media de la
tarde. Bajando he atravesado el Santuari de la Mare de Déu de la
Font, en obras, con una arquitectura pegada al paisaje. Me han
dejado las llaves para que viera en la hospedería una pinturas
monocromas del siglo XVI, curiosas, aunque la falta de luz me ha
impedido apreciar su valía.
Ares
del Maestre, la sorpresa. Como casi todos los pueblos que he
visitado, en alto, arremolinado en un cerro, protegido por una enorme
roca en la que hubo un castillo y una cueva, hoy, una atrancada y el
otro ruinoso, con una vista de 360º extraordinaria: sobre el caserío
blanco, sobre los bancales con imposibles pendientes extendiéndose
por el círculo montañoso que le rodea, sobre la cascada con sus
cinco molinos. Esa cascada exige una ruta a pie que hoy no he podido
hacer. Es cosa sorprendente lo de los bancales, en todo el
Maestrazgo, una labor de gigantes, ¿cómo pudieron amontonar tanta
piedra, toneladas, de formas tan diversas, salvaguardando tan
pequeñísimas parcelas? ¿Durante cuántas generaciones? ¿Qué
quedaba de valor después de tanto esfuerzo? El instinto de propiedad
es superior al de supervivencia. Una señora, junto al castillo, con
la pala en la mano, ayudando a reconstruir una casa, me ha explicado
qué se cultivaba: trigo y patatas, patatas de secano, hasta cuándo:
hasta los sesenta. ¿Cómo es que la Unesco no declara toda la zona,
por sus bancales, patrimonio de la humanidad?
No
sé, si
como asegura Javier Sampedro, la criatura es más inteligente que
su creador, pero dos cosas son evidentes, los hombres que amasaron
piedras están muertos y su obra permanece, de momento, hasta que el
bosque y los matojos vayan haciendo su labor, y la especie dijo,
basta de trocear tan vanamente las laderas, vayamos a trabajar a la
Seat, aunque sus descendientes vuelven a arreglar las casas en
verano, con tanto empeño en su reconstrucción como antaño en los
muros de los bancales. La jornada la he acabado, tras otro largo
recorrido, en Culla,
construida en espiral hasta tocar el cielo, con la promesa de mirar
desde donde anidan las águilas, pero no ha podido ser, tapados, la
ciudad y el cielo, por la densa niebla, tanta que apenas podía
distinguir mis manos de la cámara.
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