jueves, 16 de febrero de 2017

Maestrat



           Tenía previsto comenzar en Forcall y así ha sido. Antes me he parado junto al río, uno de sus tres ríos, el Bergantes, el Calders y el Cantavella, porque la vista era hermosa: el campanario, el puente y el caserío reflejados en el agua y, mientras hacía las fotos, un friki de la astronomía anunciaba por la radio las etapas del fin del mundo. La conjunción de ciencia, arte y naturaleza y un día espléndido: la primavera encajada en medio del febrerillo loco. ¿Hay otra manera de ser feliz? El interior del pueblo es tan hermoso como su reflejo: una plaza porticada de forma rectangular, un palacio gótico, una ermita y a sus pies las estaciones del calvario y de frente, al otro lado del valle, la gran roca del Migdia. Entonces me ha empezado a hablar la señora, un montón de indicaciones que he seguido al pie de la letra, la ruta a seguir y los mejores restaurantes. Me ha cambiado totalmente el plan, pero he seguido a gusto sus indicaciones porque era fuerte su convicción. Luego, cuando ya me iba, la he visto tomando un café junto a cinco amigas, en una terraza soleada. Canturreaban, más que hablaban, agradeciendo al sol su caricia o quizá celebrando la ausencia de hombres.

         Y he acertado. Sorita o Zorita, en alto, y sus tres estrechas y largas calles, de este a oeste, la de Dalt, la del Mig y la de Baix, ondulantes, serpenteantes, umbrías. El Santuari de la Balma, del que no tenía noticia, excavado en roca, amplio, envuelto en la mística inocente y mercantil del turismo religioso, con un gran restaurante igualmente excavado, con menús para llenar el estómago de una vaca, si las hubiera carnívoras y hermosísimas vistas. Cinctorres, en alto, con el restaurante especialmente recomendado, el Faixero, con un menú apetecible a base de trufa. Veremos si vuelvo el sábado a probarlo, dependerá de la compañía. Castellfort, en alto, muy alto, al que se llega por una carretera estrecha y ondulante: ni una sola persona en la calle, es verdad que eran las cuatro y media de la tarde. Bajando he atravesado el Santuari de la Mare de Déu de la Font, en obras, con una arquitectura pegada al paisaje. Me han dejado las llaves para que viera en la hospedería una pinturas monocromas del siglo XVI, curiosas, aunque la falta de luz me ha impedido apreciar su valía.


        Ares del Maestre, la sorpresa. Como casi todos los pueblos que he visitado, en alto, arremolinado en un cerro, protegido por una enorme roca en la que hubo un castillo y una cueva, hoy, una atrancada y el otro ruinoso, con una vista de 360º extraordinaria: sobre el caserío blanco, sobre los bancales con imposibles pendientes extendiéndose por el círculo montañoso que le rodea, sobre la cascada con sus cinco molinos. Esa cascada exige una ruta a pie que hoy no he podido hacer. Es cosa sorprendente lo de los bancales, en todo el Maestrazgo, una labor de gigantes, ¿cómo pudieron amontonar tanta piedra, toneladas, de formas tan diversas, salvaguardando tan pequeñísimas parcelas? ¿Durante cuántas generaciones? ¿Qué quedaba de valor después de tanto esfuerzo? El instinto de propiedad es superior al de supervivencia. Una señora, junto al castillo, con la pala en la mano, ayudando a reconstruir una casa, me ha explicado qué se cultivaba: trigo y patatas, patatas de secano, hasta cuándo: hasta los sesenta. ¿Cómo es que la Unesco no declara toda la zona, por sus bancales, patrimonio de la humanidad?

         No sé, si como asegura Javier Sampedro, la criatura es más inteligente que su creador, pero dos cosas son evidentes, los hombres que amasaron piedras están muertos y su obra permanece, de momento, hasta que el bosque y los matojos vayan haciendo su labor, y la especie dijo, basta de trocear tan vanamente las laderas, vayamos a trabajar a la Seat, aunque sus descendientes vuelven a arreglar las casas en verano, con tanto empeño en su reconstrucción como antaño en los muros de los bancales. La jornada la he acabado, tras otro largo recorrido, en Culla, construida en espiral hasta tocar el cielo, con la promesa de mirar desde donde anidan las águilas, pero no ha podido ser, tapados, la ciudad y el cielo, por la densa niebla, tanta que apenas podía distinguir mis manos de la cámara.

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