Es
imposible atrapar la variedad infinita de la realidad cambiante. Así
que nos conformamos con grandes brochazos esquemáticos para hacernos
una idea de las conexiones, de los lazos que nos unen a las cosas, de
las reglas de preferencia por la compañía en lugar de por la
soledad. Las ciencias físicas lo han tenido más fácil porque las
variables que estudian parecen menores o más simples y sus
conexiones más evidentes. En la mente de un hombre hay un universo
entero. Incluso la literatura, la novela, que es la que más se ha
acercado a desvelar el complejo mundo de los sentimientos, no ha
pasado de fijar tipos reconocibles, caracteres que pretenden reducir
la variabilidad. Tipos que no reflejan la realidad, sino ideales,
modelos, que tienen más que ver con los deseos, los impulsos, las
esperanzas o frustraciones que con los individuos concretos. Don
Quijote, Madame Bovary, Molly Bloom: la novela ha ido acercándose
lentamente a la concreción, sin conseguirlo del todo, porque son
muchas más las diferencias que la línea de fuerza que ata una
narración. La vida real no se deja reducir a tipologías. Cada
individuo es un cosmos con respuestas siempre distintas a los
estímulos del mundo. Aprendemos comportamientos comunes, asumimos
ideas de la comunidad a la que pertenecemos, seguimos las reglas,
pero no todos del mismo modo, los efectos sobre nuestros sentimientos
y en la conformación de la personalidad son diferentes en cada uno
de nosotros y también en los diferentes momentos de nuestra vida.
La
novela, como la ciencia, ha ido adaptándose, creciendo en
complejidad, siendo cada vez más precisa. No es lo mismo efecto de
verdad, que efecto artístico, pero las obras de arte, la novela
misma, son objetos que transmiten conocimiento. Cada época exige su
forma de representación. La épica, el teatro, la novela, el cine.
Todas terminan por agotar sus variantes, pero las nuevas formas
heredan parte de los procedimientos antiguos. Es lo que está
sucediendo con las series de televisión, mejor, series a secas, porque
no sólo se ven en televisión. Ya tienen sus cimas, obras maestras.
The Wire, Los Soprano, Dead Wood. Ahora mismo Rectify. Rectify ofrece
lo que una buena novela no podía ofrecer, la posibilidad de que
todos los personajes que aparecen sean complejos, una muestra amplia
de la realidad, aunque como queda dicho la realidad es proteica y
cambiante hasta el infinito. Lástima que tan poca gente la esté
viendo. 200.000, he leído, en EE UU. Aunque siempre fue así, salvo
excepciones, las obras maestras tardan en imponerse. El problema es
que sus creadores pierdan el estímulo para seguir en la misma
dirección y busquen complacer a la audiencia y por tanto alargar el
tiempo necesario para encontrar una forma cada vez más precisa para
conocernos mejor.
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