Hay otros mundos pero están en este.
Como en un bar al que ya había ido otras veces. Ha cambiado el
decorado. Hay una camarera nueva, joven, muy delgada, rumana. Su
servicio es un desastre. No me trae el pan, tampoco un plato para
poner las valvas de los mejillones, ni otro para los restos de la
paella de marisco, pero siempre se está haciendo perdonar, por no
estar atenta, por confundir la comanda, por equivocarse de mesa. La
comida ha bajado en calidad, quizá hoy sea el día malo o quizá sea
yo el que lo tenga. Entran tres vejetes, muy, muy mayores, pero
quieren demostrar en su aliño que no lo son tanto. El hombre de pelo
blanco en una cabeza casi desmochada hace bromas con el camarero, va
de aquí para allá animoso, juvenil. Las dos mujeres que le
acompañan llevan unos horrorosos postizos de pelo amarillento que
quiere ser rubio platino. Por detrás, las pinzas están a la vista.
Nadie les ha advertido. Nos pasa a todos, creemos que sólo la vista
frontal es la que cuenta. Lo que alcanzamos a ver de nosotros es lo
que creemos que los demás ven. Sería fácil reírse de ellas. Pero
probablemente ya nadie lo haga. Han sobrepasado la edad en que eso
podría suceder. La crueldad no la pone su empeño en seguir vivas a
toda costa, sino el tiempo inclemente. Y, sin embargo, si me sentase
a su lado y las hiciese hablar.
Qué hace que nos emocionemos con los
personajes de las películas, que lloremos y riamos con ellos, que
vivamos su vida como si fuese la nuestra. Por qué no ocurre lo mismo
en la vida real. Raramente sentimos compasión por la gente tirada en
las aceras, no vivimos el drama con parecida intensidad a la que
están viviendo nuestros vecinos, incluso alguien próximo a
nosotros, gente de nuestra familia. Quizá tenga que ver con la
cercanía del rostro, con la gestualidad, con lo movimientos. Lo que
vemos en la pantalla está seleccionado, comprimido, vemos primeros
planos dolientes o felices, algo que no sucede con la gente real a la
que vemos a lo lejos, o no la vemos abatida siempre o feliz con la
intensidad que debería. Los actores actúan, repiten un repertorio
preciso de gestos, evitando los intermedios, los innecesarios.
Respondemos desde la butaca del cine a esos gestos codificados,
nuestro cerebro los procesa como estímulos a los que responde de la
manera adecuada. Se activan las neuronas espejo, las mismas que se
activan cuando hacemos o sentimos algo que nos produce alegría o
tristeza, emoción o abatimiento, que hacen que en nuestro rostro aparezca un gesto determinado. Al ver esas emociones reflejadas en
el rostro de otra persona, nuestra corteza parietal las reproduce
para sentir lo mismo, sentimos empatía. Nuestro cerebro fabrica las
emociones, pero no siempre lo hace de la manera adecuada,
convirtiéndolas en actos éticos.
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