En nuestra
cultura visual, predominantemente visual, nos falta un momento revelador que
nos devuelva la inocencia sensorial perdida, al menos en parte, algo parecido a
lo que les sucedió a los parisinos hacia 1870, cuando el japonismo
invadió Europa. Pantallas de televisión, ordenadores, teléfonos móviles,
tabletas, luces, colores fijos y en movimiento, todo es visual, a veces
acompañado de sonidos más o menos armónicos. Los dedos corriendo nerviosos por
las pantallas o las consolas son una extensión lenta e incómoda del imperio de
los ojos, frías terminales nerviosas. También hay un vasto exceso de estimulaciones
del gusto, algo menos del olor, pero prácticamente nada del tacto, al que se
diría se ha confinado en los reductos vergonzosos de la soledad individual,
desprovisto de cualquier contacto social. Los ricos coleccionistas parisinos de
1870 se vieron sorprendidos por pequeños bronces, lacas, biombos, túnicas de
seda, diseñados para ser cobijados en las manos, cuya cualidad se apreciaba en
el suave rozamiento de los dedos. Si el tacto está reprimido o hasta prohibido
debemos recuperarlo en las primeras fases, como cuando un bebé comienza a tocar
las cosas. El japonismo fue una revolución del gusto y una ampliación de
la sensibilidad. Los pergaminos caligráficos, los bibelots de marfil, laca o
madreperla, los netsuke, las boiseries, abrieron los ojos de los
artistas y el tacto dormido de los coleccionistas. Manet, Degas, Renoir eras
recolectores de piezas japonesas que les enseñaron una nueva sensibilidad, una
nueva manera de representar las cosas con una nueva forma de trazar la perspectiva. Una
sensibilidad que cambió la historia del arte. Pero los bellos objetos que en el
pasado se hicieron para el placer del tacto posan hoy en las vitrinas de los
museos inaccesibles al tocamiento.
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