sábado, 14 de enero de 2017

Desazón


Houellebecq

            El malestar, la desazón de la existencia siempre ha estado ahí, en toda época. Tenemos razones para ello, principalmente dos, la mala jugada del destino que nos aguarda, que hace añicos el maravilloso dulce de la autoconciencia que, llegado el momento, se disolverá en la nada y, en segundo lugar, la desconfianza en la naturaleza humana. Ha habido intelectuales que se han recreado en el aciago destino, que han afilado su inteligencia en el vértigo del pesimismo o filósofos que han osado dar sentido a la existencia basándolo en nuestra condición mortal. Conviene ser conscientes de esa condición, saber que la principal verdad, que a todos concierne, es que nuestra vida está marcada por el dolor, brevemente interrumpido por fugaces recesos de placer y que sólo se alcanza el alivio con la muerte (Schopenhauer). Uno tiene derecho a pensar como Houellebecq, y en ello, paradójicamente, reside su éxito –fama, lectura de sus libros, conversión en un referente ético-, que lo mejor es “quedarse tranquilo en un rincón, esperando el envejecimiento y la muerte, que terminarán solucionando el asunto”. Es un juego de la inteligencia asomarse al abismo y disfrutar con el vértigo de la nada acechante. Aunque Houellebecq no es solo eso. Es sus obras también aparece la segunda razón para el desasosiego: los hombres no somos en general buenas personas y si tenemos ocasión la liamos. Depredadores egoístas, no reparamos en las consecuencias de nuestros actos. “Vio venir la inhumanidad del mundo”, dice de él Yasmina Reza. Esa desazón está en sus libros, desde La ampliación del campo de batalla hasta Sumisión.

            También se apuntan al pesimismo aquellos que creen que desde que Europa dio a luz al romanticismo no ha habido otro movimiento intelectual de peso. Después, solo desierto. Una gran ceguera, creo yo, pensar que cultura es solo humanidades. Si durante un tiempo filósofos y humanista alzaron la antorcha, otros, los científicos, tomaron el relevo dando vía a una aventura sin parangón en la historia del hombre sobre la tierra. La ciencia sigue con el mismo empeño que los viejos filósofos, desenmarañar la opacidad del universo. El mismo arrobo intelectual, el mismo optimismo ante el futuro de la especie.


            La historia del individuo es una historia que siempre acaba mal. ¿Pero sucede lo mismo con el homo sapiens? Al contrario, se puede decir que la historia de nuestra especie es una historia de éxito. Un éxito sin contestación que se acelera en las últimas décadas. El romanticismo, el último gran movimiento cultural produjo un frenesí de la imaginación dando lugar a una serie de avatares artísticos que afinaron nuestra sensibilidad y al tiempo puso en primer plano al individuo como protagonista de la historia, pero también tuvo una vertiente negra que acabó en los horrores del siglo XX. Paralelamente, la inteligencia colectiva trabajó en otra dirección, la de la mejora de las condiciones de vida de los hombres (revolución industrial en proceso) y la de la resolución de los misterios de la naturaleza (revoluciones en física y biología). Así que podríamos decir pesimismo individual, optimismo como especie. Schopenhauer y Houellebecq no mienten, embebidos en la gran corriente romántica, destacan un aspecto de la naturaleza humana, su destino trágico. Sus bellas metáforas han encantado a Europa durante casi dos siglos. Pero de la moderna comprensión del universo surge una belleza superior y optimista. El cambio es tal que se avizora la posibilidad de cambiar el signo del destino individual, dejando sin sentido el mantra del destino trágico: el envejecimiento ya se ve como una enfermedad y la muerte como un suceso aplazable. Hay naturalezas psíquicas que necesitan chapotear en la negrura para sentirse a gusto, pero hay otras que son felices descifrando la vida tal cual es. La vida que se renueva en cada época y en cada individuo. "¿Esto es la vida? Pues, venga, ¡otra vez!" (Nietzsche).

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