Houellebecq
El
malestar, la desazón de la existencia siempre ha estado ahí, en toda época.
Tenemos razones para ello, principalmente dos, la mala jugada del destino que nos aguarda, que hace añicos el maravilloso dulce
de la autoconciencia que, llegado el momento, se disolverá en la nada y, en
segundo lugar, la desconfianza en la naturaleza humana. Ha habido intelectuales
que se han recreado en el aciago destino, que han afilado su inteligencia en el
vértigo del pesimismo o filósofos que han osado dar sentido a la existencia basándolo
en nuestra condición mortal. Conviene ser conscientes de esa condición, saber
que la principal verdad, que a todos concierne, es que nuestra vida está
marcada por el dolor, brevemente interrumpido por fugaces recesos de placer y
que sólo se alcanza el alivio con la muerte (Schopenhauer). Uno tiene derecho a
pensar como Houellebecq, y en ello, paradójicamente, reside su éxito –fama,
lectura de sus libros, conversión en un referente ético-, que lo mejor es
“quedarse tranquilo en un rincón, esperando el envejecimiento y la muerte, que
terminarán solucionando el asunto”. Es un juego de la inteligencia asomarse al
abismo y disfrutar con el vértigo de la nada acechante. Aunque Houellebecq no
es solo eso. Es sus obras también aparece la segunda razón para el desasosiego:
los hombres no somos en general buenas personas y si tenemos ocasión la liamos.
Depredadores egoístas, no reparamos en las consecuencias de nuestros actos.
“Vio venir la inhumanidad del mundo”, dice de él Yasmina Reza. Esa desazón está
en sus libros, desde La ampliación del campo de batalla hasta Sumisión.
También se
apuntan al pesimismo aquellos que creen que desde que Europa dio a luz al
romanticismo no ha habido otro movimiento intelectual de peso. Después, solo desierto.
Una gran ceguera, creo yo, pensar que cultura es solo humanidades. Si durante
un tiempo filósofos y humanista alzaron la antorcha, otros, los científicos,
tomaron el relevo dando vía a una aventura sin parangón en la historia del
hombre sobre la tierra. La ciencia sigue con el mismo empeño que los viejos
filósofos, desenmarañar la opacidad del universo. El mismo arrobo intelectual,
el mismo optimismo ante el futuro de la especie.
La historia
del individuo es una historia que siempre acaba mal. ¿Pero sucede lo mismo con
el homo sapiens? Al contrario, se puede decir que la historia de nuestra
especie es una historia de éxito. Un éxito sin contestación que se acelera en las últimas décadas. El romanticismo, el último gran movimiento cultural
produjo un frenesí de la imaginación dando lugar a una serie de avatares
artísticos que afinaron nuestra sensibilidad y al tiempo puso en primer plano
al individuo como protagonista de la historia, pero también tuvo una vertiente
negra que acabó en los horrores del siglo XX. Paralelamente, la inteligencia
colectiva trabajó en otra dirección, la de la mejora de las condiciones de vida
de los hombres (revolución industrial en proceso) y la de la resolución de los
misterios de la naturaleza (revoluciones en física y biología). Así que
podríamos decir pesimismo individual, optimismo como especie. Schopenhauer y
Houellebecq no mienten, embebidos en la gran corriente romántica, destacan un
aspecto de la naturaleza humana, su destino trágico. Sus bellas metáforas han
encantado a Europa durante casi dos siglos. Pero de la moderna comprensión del
universo surge una belleza superior y optimista. El cambio es tal que se
avizora la posibilidad de cambiar el signo del destino individual, dejando sin
sentido el mantra del destino trágico: el envejecimiento ya se ve como una
enfermedad y la muerte como un suceso aplazable. Hay naturalezas psíquicas que
necesitan chapotear en la negrura para sentirse a gusto, pero hay otras que son
felices descifrando la vida tal cual es. La vida que se renueva en cada época y
en cada individuo. "¿Esto es la vida? Pues, venga, ¡otra vez!" (Nietzsche).
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