jueves, 15 de diciembre de 2016

Terceira




    La isla no es muy grande, 18 por 29 km. El clima muy variado, las cuatro estaciones en un día, dicen los de aquí: lluvia, viento, sol intenso, niebla. Pero cuando uno oye hablar de ella y del resto de sus hermanas que, juntas, conforman el archipiélago, o las sobrevuela, piensa en un páramo deshabitado, corrido por intensos vientos o estabilizado en una prolongada calma chicha. Y no es exactamente así. En sus 400 km2 se mueven 56.000 personas y 62.000 vacas. Hay vida, pues, y la ha habido durante los últimos cinco siglos y ha sido visitada por personajes ilustres para mirar hacia el lejano horizonte del oeste en busca de tierras incógnitas. No hay mucho turismo, al menos en esta época, aunque se dejan ver unos pocos americanos y algunos españoles, y nadie más o yo no los he visto, aquellos con algunos ejemplares curiosos, excéntricos, solitarios, y estos otros atraídos por ofertas increíbles.


    Es pequeña pero sorprende por la variedad de sus paisajes asentados sobre una geografía volcánica: miles de pequeñas parcelas de pasto cerradas con muros de piedra, unos pocos viñedos, bosques, la huella de la actividad volcánica: un gran número de cuevas, entre ellas, un túnel de eyección y una enorme chimenea que conecta la caldera magmática con el exterior, más la lava esponjosa, seca, negra, aflorada por doquier, todo visitable, y un conjunto de pequeñas ciudades y pueblos que recorren todo el litoral, prácticamente sin interrupción. Yo me quedaría con el mirador de Cume desde el que se domina el verde paisaje cuadriculado de los pastizales vallados o la plana colina elevada sobre Praia de la Victoria, la segunda ciudad, o las piscinas naturales formadas por el arbitrario dibujo de la lava en Biscoitos y, por encima de todo, el puerto de Sao Mateus, muy fotogénico, al que he llegado desde la capital una vez en coche y otra andando, siguiendo el sinuoso perfil de la costa.


   Luego está Angra do Heroísmo, la capital. Una coqueta plaza central, con el hotel a un lado y la cámara de comercio al otro, un imperio -un tipo especial de capilla dedicada al corazón de Cristo coronado que se repite hasta más de cincuenta veces por toda la isla-, y el ayuntamiento, coronado por una estatura de Minerva y su lechuza. Y las iglesias barrocas, elegantes, vestidas con llamativos colores, entre las que destaca, junto al puerto, la de la Misericordia. Pequeña ciudad pero con historia detrás, con un coqueto jardín botánico y un increíble museo, completísimo, en lo que fue un convento franciscano: con la historia del archipiélago, una gran colección militar y piezas de todo tipo que registran la evolución de la vida en la isla en los últimos siglos.

   En cada lugar hay un restaurante recomendado: el plato típico regional, alcatra en Porto Judeu, el marinero Beira Mar en Sao Mateus, algo decepcionante, la carne de cerdo en Ti Chao, en Serreta, y más variado en el Caneta de Altares, para mí, de largo, el mejor. En Angra, hay varios señalados, pero me quedo con el más moderno, bonito y además mirando al puerto, el Cais de Angra. Sin embargo, después de las sucesivas experiencias llego a la conclusión de que no llegan, que los cocineros tienen mucho que aprender para convertir en sabroso toda la materia prima de que disponen.

   Algo más me ha llamado la atención. Una cosa que en nuestro país ha desaparecido y son los trabajos atendidos por más personas de las que cabe esperar. En los comercios, en la atención al público en hoteles, en tiendas o museos, en los trabajos que se ven en la calle, reparando carreteras o construyendo. No ha llegado la obsesión por reducir costes disminuyendo personal.

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