domingo, 25 de diciembre de 2016

Saper vedere

             

            El día se ha despertado dudoso, atrapado en una densa niebla que apenas ha aflojado con las horas. He bajado a media mañana a recorrer las calles vacías. Es uno de los placeres mayores atravesar la ciudad desierta, libre de la contaminante humanidad. Muchas cafeterías cerradas. En una junto a la catedral he tomado un café, donde dos cosas me han asaltado: el olor avinagrado que llegaba desde la cocina y Leibniz, a doble página, en el suplemento del periódico. El articulista señala que el pensamiento del polímata alemán se puede encuadrar en una metafísica de la individualidad sistémica. Una propuesta de racionalidad que incluiría una lógica de orden principal, una ontología de la razón vital, una epistemología del perspectivismo corporal y una ética del reconocimiento. No he leído a Leibniz, pero si eso fuese cierto y no hay por qué dudar, aportaba aquello que ha faltado en el proyecto de la ilustración y que ahora la ciencia moderna está en condiciones de ofrecer. Muchos han señalado como fracaso de la ilustración, tal como la hemos conocido, el holocausto y los regímenes totalitarios del siglo XX. Un libro reseñado en el mismo suplemento da cuenta de un hecho espeluznante y que yo desconocía: “Dos tercios de los alemanes estaban encuadrados en organizaciones nazis en vísperas de la guerra”. ¡Dos tercios! Eso y que “es falso que la mayoría de la población civil ignorara el exterminio sistemático de los judíos”. El libro (La guerra alemana) aporta abundantes pruebas. La historia y la reflexión filosófica no sirven para descifrar el pasado sino para analizar lo que está pasando y otear el futuro que ahora estamos preñando. Elecciones, referéndums, manifestaciones masivas, multitud, y sus frutos.




            Cuando despego mis ojos del Babelia y salgo, la multitud y el cascabel navideño que la acompaña se han adueñado de las calles. Sale a empujones por la puerta principal de la catedral. Un sacristán ensotanado la echa con feos modales del coro y de la nave principal. Queda la capilla de santa Tecla, donde acudo como quien va en busca de las fuentes del misterio (Agamben). Suena un órgano de muy baja calidad (de quien lo toca), y la voz del oficiante suena flaca y desajustada en el micrófono. Una familia numerosa me atropella en el banco en que estoy sentado, desplazándome al extremo. Me voy. Huyo del ruido, de los olores indigestos, de una vulgaridad impropia. Pero cuando ya lo daba todo por perdido se produce el milagro, brota una fuente inesperada, sin relato y sin historia, en que todo parece volver a empezar. Unas imágenes en blanco y negro, con ensortijadas líneas en azul y rojo, sobre el muro húmedo y frío de la iglesia en ruinas del antiguo convento de San Francisco. El autor no es Bansky, pero han funcionado como en golpe en mis ojos mugrientos. No sé cuánto tiempo llevan ahí. En todo caso, la barbarie aún no caído sobre ellas. No he conseguido descifrar el nombre del pintor. Hay un par de nombres en la curva de un pecho: Marta & Alex, pero no me acabo de fiar. También un SIO2, quizá un anagrama, más creíble. Son, en todo caso, una maravilla inesperada, un regalo en este día en que todo parecía mustio y ominoso. La ciudad sigue envuelta en la mortaja.

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