martes, 27 de diciembre de 2016

La casa redonda, de Louise Erdrich


         Aunque el narrador tiene trece años, quien escribe es un adulto que mira hacia atrás. Es pues otra novela de iniciación. ¿Qué tiene esta Casa redonda para que un hecho contado tantas veces nos parezca nuevo? No lo es el protagonismo de cuatro muchachos despertando al amor, al misterio del sexo, abriendo las puertas del universo adulto. No lo es el suceso que mueve la trama, un crimen, la investigación, la lenta justicia, la venganza. No lo son los muchos personajes que van apareciendo con tipologías muy diversas, tan recios en su carácter único para la mirada de un adolescente: la mujer que trasmite sexo, el hombre que bebe, el padre justo, la madre buena, la tía generosa, el abuelo que cuenta historias en sueños, los extraños mellizos: uno, el mal en estado puro, la otra, la bondad personificada, tan intensa e ingenua que se extiende como una alfombra para que el mal fructifique. Es el contexto, sin duda: la historia sucede dentro de los límites de una reserva india, en EE UU. Y es la mano maestra de Louise Erdrich que hace la historia verosímil, hasta en los menores detalles, sobre todo en los innumerables detalles con que va vistiendo cada escena, porque conoce el mundo de la reserva india, porque ha salido de él y en ningún momento se ve la distorsión con la que la imaginación  suele trastocar la realidad.

        El esqueleto de la historia se cuenta en dos o tres frases. Se necesita un poco más para mostrar el impacto de los sucesos en la mente adolescente: la reacción de los adultos ante el crimen, la lentitud de la policía y la justicia, la sorpresa de la propia reacción. Lo demás, hasta completar las 350 páginas de la novela es el poder de la literatura. Cuando un escritor crea un mundo nuevo para el lector, nuevo porque es como si leyese por primera vez, cuesta entrar porque hay que aprender la geografía, los nombres, los comportamientos y el idioma de ese lugar. Pero una vez dentro del nuevo territorio, el lector es como un niño sorprendido ante el descubrimiento. En ningún momento me pregunto si la vida en la reserva india es diferente a como me la cuenta Louise Erdrich: las casas y el lago, la increíble variedad de plantas y flores, las costumbres y fiestas, la organización y relaciones tribales, el sentido de la justicia, los fantasmas y espíritus que hacen vida con los vivos. Su escritura es densa, el poderoso chorro de la vida que te lleva. Como en las mejores novelas, la monótona línea horizontal, que se va desplazando hacia la derecha a medida que se van descifrando los diminutos símbolos, desaparece y es sustituida por el movimiento de los personajes cuyos sentimientos tienen más fuerza que los del propio lector.

     Claro que hay otra manera de ver la novela. Una mujer, la madre del protagonista, es violada en la casa redonda, el lugar que confiere unidad y sentido a la tribu de los ojibwe, en una de las reservas indias de Dakota del Norte. El narrador describe el estrago físico y mental de una mujer animosa, la decadencia de la familia que ella llevaba, el avejentamiento de los padres del narrador, su ruina moral, y cómo ese proceso se da al tiempo que su conversión en adulto, en viejo, como se nos dice al final de la novela. Es una interpretación que la propia autora sugiere en el epílogo. Una de cada tres mujeres indias son violadas en las reservas indias sin grandes consecuencias para sus autores. Entonces, si el entramado de leyes federales y tribales no da solución a ese problema la venganza está permitida. Pero la novela es mucho más que eso.

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