El tribalismo, la fidelidad a
la comunidad, viene de lejos, como la propagación de sus creencias y la fe en
ellas. Es ahora cuando nos estamos espulgando, por decirlo así, y, por ello,
cuando resulta más llamativa la vuelta a la identidad colectiva y a los
sacrificios racionales que esta exige. Las sociedades se laicizan, pero algunos
grupos se reafirman de modo agresivo y, algunos movimientos políticos, ven la
afirmación de la identidad como un valor. 2016 nos ha traído ese desconcierto. Una
buena muestra de que la cosa viene de atrás puede hallarse en una serie de una
sola temporada (10 episodios), American Crime Story: The People v. O.J.
Simpson, que, aunque producida en este año que acaba, remite a unos sucesos
que ocurrieron a principios de los noventa del siglo pasado. El asesinato de la
ex mujer de O.J. Simpson, y de su acompañante, y el juicio que le siguió
conmocionó a la audiencia norteamericana y la dividió en dos.
El juicio
que debía haber servido para valorar las innumerables pruebas aportadas por la
fiscalía contra el famoso ex jugador de fútbol americano se convirtió en un
alegato contra la policía y las instituciones de California por la secular
discriminación racial. Es decir se convirtió en un juicio político, gracias a
la habilidad de los abogados de la defensa. Mientras la fiscalía se atenía a la
objetividad de las pruebas, los rastros de sangre, la presencia del coche y
diferentes objetos de Simpson en el lugar del crimen, probando fehacientemente
su culpabilidad, la defensa no trató en ningún momento de destruir la
fiabilidad de esas pruebas sino la de construir una narración alternativa que
influyese en el ánimo del jurado: la confabulación de la policía para fabricar
pruebas, el racismo que uno de los policías mostró en el pasado, la discriminación
de las instituciones regidas por blancos. La defensa, contra la buena fe de la
fiscalía –tal, al menos como se presenta en la serie-, hizo lo posible para que
los jurados fuesen en su mayoría negros.
Desde el
principio sabemos cómo acabó la historia (porque la recordamos o porque basta
con un vistazo a la Wikipedia para enterarse), O.J. Simpson salió absuelto por
diez votos contra dos, pero eso no la hace menos interesante. No importaban la
inocencia o culpabilidad de Simpson, porque el gran espectáculo que se montó
durante 134 días, con todas las cadenas de tv pendientes de lo que sucedía en
la sala del juzgado, en las conferencias de prensa y en el pasado de los
protagonistas, no tenía que ver con la justicia sino con otra cosa, con la vida
privada (y el peinado) de la fiscal, con las disputas entre los abogados de la
defensa, con la honestidad de la policía, con el racismo, fundamentalmente. La
serie, interpretada por muy buenos actores, reconstruye el clima irracional,
identitario, que se fue creando en la comunidad negra a favor del famoso
deportista, que habría sido objeto de una conspiración en su contra. No hay un
único punto de vista, los personajes más importantes de la trama aparecen en su
complejidad, con sus aciertos y errores, con sus dudas, con sus exaltaciones y
hundimientos. El gran qué de la serie es la capacidad de mantener el suspense
aunque todos conozcamos el final.
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