“Procuro
penetrar lo más profundo posible en sus sentimientos para que el cuadro pueda
hablar de ellos y no de mí”. (Lucien Freud)
Aunque la
conmoción es el sentimiento más directamente relacionado con el arte, también
hay otros, cuando ésta está ausente o no es tan intensa, que nos involucran,
que nos sumen en el círculo que envuelve a la obra y al espectador, como la
admiración ante la habilidad del genio, el reconocimiento ante relatos que
consiguen implicarnos o la empatía que sentimos por los personajes. Esto es lo
que he sentido en la exposición Un Thyssen mai vist, en el CaixaForum
Barcelona. Los retratos. No digo que no haya otros cuadros mejores que a alguien
le puedan conmocionar, como La Anunciación del Greco, la Rue
Saint-Honoré de Pissarro o el bellísimo Kandisnky: Johannisstrasse,
Murnau, pero yo me he detenido ante los retratos: el Antonio Anselmi
de Tiziano, el Guillermo I de Thomasz Key, La dama hilando de Van
Heemskerck y sobre todo ante el Retrato de una dama joven con rosario,
de Rubens. Los cuatro son extraordinarios, más, claro está, los de Rubens y
Tiziano. Lo que me ha llamado la atención: los retratos masculinos están
apegados a su tiempo, a la ganga que la construcción de la personalidad de la
época llevaba incorporada: en Antonio Anselmi, imbuido de su papel, la
arruga del hombre erudito, el gesto al bies del sabio distante; en Guillermo
I, el príncipe guerrero, las muescas de la forja del carácter en el rostro.
En cambio en las mujeres, las obligaciones que se les reserva, el papel que han
de jugar, no están fijados en su rostro sino en los aditamentos, en la
parafernalia junto a la que se les representa, los instrumentos del hilado en
la dama de Van Heemskerck, el vestuario y adornos de la joven dama de Rubens. Al
contrario, esas damas han llegado incólumes a nuestra época. Veo a la chica de
Rubens despojándose del corpiño de oro y plata, del rosario de perlas
refulgentes, de los encajes de la gola, las mangas y el tocado, saltando del
cuadro con vaquero y jersey de punto y poniéndose a mi lado para mirar juntos,
sonrientes e irónicos, cómo Rubens fue capaz de iluminarla interiormente con
una viveza que la hace hija de nuestro tiempo.
También
Lucien Freud me ha hecho detenerme, por otros motivos, ante su Último
retrato, una pintura esbozada al modo de las inacabadas esculturas de
Miguel Ángel, un retrato de una mujer de nuestro tiempo, tan despojada que solo
queda el estrago interior, su vaciamiento. El contrapunto está en la Habitación
de Hotel de Hopper que, como en Rubens y Van Heemskerck, prefiere vestir al
personaje con ornamentos externos, la habitación, su atmósfera fría, los
objetos deshumanizados, antes que con luz interior, para mostrar la soledad de
esa joven sentada en el borde de la cama.
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