El número
es la más pura abstracción de la mente. La más bella en su simplicidad, la que
mejor explica las cosas del mundo, de la materia. El número iluminó a los
filósofos, el primero Pitágoras. Pitágoras encontró equivalencias entre el
número y la música y entre esta y el universo. Descubrió las simples y
sorprendentes relaciones entre los números y la armonía musical. Por ello, la
música es más bella cuanto más abstracta, cuanto más despojada, más bella cuanto
menos atada esté a las cosas que pasan, cuanto mas entregada esté a la proporción, a la
simetría. Así se construyó el edificio de la música clásica, también del jazz, en menor medida de otras músicas más populares. El ideal sería acudir a un concierto a escuchar
música, sin saber quién la ha compuesto y quiénes son sus intérpretes. También
estaría dentro de ese ideal la gratuidad, ofrecida y escuchada sin precio. Sin
embargo, necesitamos narración y argumentos, un relato que convierta en papilla
fácilmente digerible el conocimiento del mundo. Quién lo hizo, como de grande
es el autor comparado con sus coetáneos, sus predecesores y quienes le
siguieron. Quiénes son sus albaceas, que renombre tienen sus intérpretes.
Yo también
acudí anoche a escuchar de Philippe Jaroussky, il divo. En segundo lugar estaba la
cantata de Bach y en tercero las dos de Telemann. Y en muy último lugar la
música y la conmoción que debía procurarme. Philippe Jaroussky cantaba a Bach y
Telemann en el Palau. La sala abarrotada, fotos, gente que acudía al nombre. Yo,
junto al techo, en lo más alto donde el sonido llegaba aminorado.
Así que
cuando la proporción que Bach halló para la ocasión entre las cuerdas, el
viento y la madera, a las que unía una voz como instrumento separado, sonó por
entre las cabezas erguidas y los peinados en abanico, todo el mundo,
incorporado en su asiento, queriendo ver más que oír, me llegaba débil,
distorsionada, lejana, en este templo musical cuyas exageradas formas
decorativas, muchos caballos de yeso y demasiada hojarasca modernista para ser
bello, han pretendido durante más de un siglo imponerse a la belleza abstracta
de los números. No hubo música, ni hubo conmoción. Ni siquiera caí en
la cuenta, a la salida, que ayer era la noche de la gran luna. Paseé con la
cabeza hundida, aturdido por los efectos de una llamada, sin rastro de la emoción
que debía haberme embargado.
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