Infestados
como estamos por la peste del sentimentalismo, desde la horrible época de las
niñas de Alcaser hasta las recientes deyecciones coléricas sobre el Congreso, pasando
por los rituales del Once se Septiembre, nos vemos inermes cuando llega el
momento de la justa expresión de las emociones privadas o públicas. Ya no
sabemos cuál es la expresión auténtica de nuestros sentimientos, cómo expresarlos,
cuándo, con qué intensidad, atravesados como estamos por la pasión política y
el deseo de posesión inmediato de objetos inútiles. Aceptamos la manipulación
de las emociones, nos entregamos al espectáculo de la multitud emocionada,
emocionados por estar emocionados con la gente, más que por el hecho que la
congrega. Ha desaparecido la antigua férrea frontera entre el negocio público y
la pudorosa intimidad que solo reconocíamos en las novelas, ahora el negocio
encuentra sus mayores dividendos en la abrasión de los sentimientos íntimos y con ella queda en el aire la dignidad que es el capital mayor de un individuo.
Si nuestra alma es vendida al mejor postor, dónde refugiarnos ante un mundo que
nos diluye como entes únicos, autónomos y responsables.
“Cuando
el sentimentalismo se convierte en un fenómeno de masas, se vuelve
agresivamente manipulador: exige que todo el mundo lo experimente. La persona
que se niega a hacerlo alegando que el supuesto sujeto del sentimiento no
merece una exhibición pública se coloca automáticamente fuera del círculo de
los virtuosos, convirtiéndose prácticamente en enemigo del pueblo. Su pecado es
político, la no aceptación del viejo dicho vox populi, vox dei, la voz
del pueblo es la voz de Dios. Entonces el sentimentalismo se vuelve coercitivo,
es decir, amenazadoramente manipulador”. (Theodor Dalrymple: Sentimentalismo
tóxico. Cómo el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad).
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