jueves, 24 de noviembre de 2016

Sentimentalismo



            Infestados como estamos por la peste del sentimentalismo, desde la horrible época de las niñas de Alcaser hasta las recientes deyecciones coléricas sobre el Congreso, pasando por los rituales del Once se Septiembre, nos vemos inermes cuando llega el momento de la justa expresión de las emociones privadas o públicas. Ya no sabemos cuál es la expresión auténtica de nuestros sentimientos, cómo expresarlos, cuándo, con qué intensidad, atravesados como estamos por la pasión política y el deseo de posesión inmediato de objetos inútiles. Aceptamos la manipulación de las emociones, nos entregamos al espectáculo de la multitud emocionada, emocionados por estar emocionados con la gente, más que por el hecho que la congrega. Ha desaparecido la antigua férrea frontera entre el negocio público y la pudorosa intimidad que solo reconocíamos en las novelas, ahora el negocio encuentra sus mayores dividendos en la abrasión de los sentimientos íntimos y con ella queda en el aire la dignidad que es el capital mayor de un individuo. Si nuestra alma es vendida al mejor postor, dónde refugiarnos ante un mundo que nos diluye como entes únicos, autónomos y responsables.


“Cuando el sentimentalismo se convierte en un fenómeno de masas, se vuelve agresivamente manipulador: exige que todo el mundo lo experimente. La persona que se niega a hacerlo alegando que el supuesto sujeto del sentimiento no merece una exhibición pública se coloca automáticamente fuera del círculo de los virtuosos, convirtiéndose prácticamente en enemigo del pueblo. Su pecado es político, la no aceptación del viejo dicho vox populi, vox dei, la voz del pueblo es la voz de Dios. Entonces el sentimentalismo se vuelve coercitivo, es decir, amenazadoramente manipulador”. (Theodor Dalrymple: Sentimentalismo tóxico. Cómo el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad).

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