Emilia
Pardo Bazán, mujer inteligente, con dominio del lenguaje y de la literatura de
su tiempo, de un XIX que literariamente nos parece muy lejano. Casi la mitad
del libro es insufrible, un estilo plomizo, lleno de adjetivos, de
subordinaciones, de una retórica que hace más de un siglo que pasó de moda. Es
imposible que un lector actual lea todas esas páginas con gusto. Lo normal es
que en algún momento de la lectura se canse y arroje el libro a la papelera y
con él a su autora. Equivocándose. Si tiene algo de paciencia, verá cómo la
narración va cobrando vida y el personaje central, Mauro Pareja, el narrador
que escribe las improbables memorias del título se convierte en personaje real,
un hombre que alardea de su soltería pero que, justo por ello, acaba cayendo en
las garras del amor y de los celos. La historia nos suena a novela de aquel
tiempo: un padre viudo, Benito Neira, al cuidado de muchas hijas en edad de
merecer, como entonces se decía, y unos cuantos moscardones al acecho para dar
cuenta del botín. Salones donde la burguesía de entonces pasaba las tardes,
especuladores, prestamistas, gobernadores, maldicientes, entrometidos y
curiosos. Y como contrapunto un obrero, un socialista, el compañero
Sobrado, fruto de la aventura del prestamista con una cigarrera. Ahí da lo
mejor de sí Pardo Bazán: pinta un cuadro de época, de acuerdo con una estética
naturalista tamizada por el buen gusto, donde la psicología de los personajes,
bien dibujados, se mezclan con las agudas diferencias de clase y la hipocresía
social de una pequeña ciudad del norte, esa Marineda de la novela que era La
Coruña donde la autora había nacido.
En la
segunda parte de Memorias de un solterón (1896), pues, la retórica deja paso al
fino análisis psicológico y social, especialmente en el personaje de Feíta
-diminutivo de Fe-, hija de Benito Neira, ejemplo de la mujer liberal de
entonces, mujer de mucho leer, con intención de valerse por sí misma y voluntad
de no casarse para no depender de ningún hombre, de la que el protagonista se
enamora y encela, y que podría ser contrafigura de Emilia Pardo Bazán. El resto
de los personajes son más planos, más caricaturescos: Rosa y Argos, hermanas
mayores de Feíta, a la busca de un hombre que las mantenga; Baltasar Sobrado y
Luís Mejía, prestamista sin escrúpulos el primero, gobernador rijoso e inmoral
el segundo; el compañero, figura del socialista que entonces aparecía en
la historia del país.
Es una
novela, como digo desigual, pero si podemos saltarnos las muchas páginas
dedicadas a defender el imposible, por poco creíble, estado del solterón a
gusto y pasamos las páginas, leeremos algunos pasajes muy notables, como la
cinematográfica escena del baile del final del capítulo IV: una mujer que desea
al hombre que baila con otra, desdeñada y por amor propio, acepta bailar con
otro en el que ve un estado de ánimo propicio, le pide la mano, se casan y
tienen hijos, pero el amor no está en ese hogar sino que vuela por la ventana a
la casa del otro hombre. O como la penúltima escena, también cinematográfica,
en la que el padre Benicio Neira resuelve su honor mancillado descolgando un
florete de la panoplia del odioso gobernador. Son pasajes intensos, con buen
pulso narrativo, que indican que con mayor cuidado, Doña Emilia, liberándose
del empeño de escribir una novela por año, podría haber sido mucho mejor
novelista de lo que fue, alcanzando, quizá, a su amado Galdós.
Se puede
considerar a Emilia Pardo Bazán como la primera feminista de España, o una de
las primeras, aunque las consecuencias de esa posición ideológica se encuentran
mejor en la vida de la autora, también en sus artículos y ensayos, que en las
novelas que escribió, que son más pacatas, como es el caso de la resolución del
conflicto en Memorias de un solterón, donde Feíta pasa de ser una mujer
libre, “extravagante, extraordinaria y ridícula” a la esposa ideal.
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