Podríamos
trazar vidas. Especular sobre lo que le sucederá a esa joven pareja que tenemos
delante de nosotros en el tren. Ella tiene un rostro dulce, colorete en las
mejillas, cuidadas líneas en las cejas y unas manos delicadas cuyo pulgar pasa
por la pantalla del móvil blanco. Él es un hipster áspero, los ojos hundidos en
las sombras. Se suena con un minúsculo papel arrugado y lo guarda en el hueco
de la mano izquierda. El pulgar de su derecha trastea en el móvil negro. En los
signos presentes está la causa de su futura separación. Ella al sonreír exhibe unos
dientes blancos, él responde con una sonrisa triste. No será lo que uno haga lo
que desagrade al otro, lo que les separará, sino los impulsos presentes, esa
parte que ahora desconocen o a la que no dan importancia lo que les será
difícil de soportar. Al subir al tren, se han sentado en asientos enfrentados,
sus rodillas han chocado. Ella se ha disculpado y ha querido cambiar. Él le ha
dicho, no importa, quédate ahí. Las arrugas de la chica crecen horizontales en
la frente, las de él ya hunden su entrecejo y a ambos lados cierran la boca.
Ella lleva botas con herrajes. Él unas zapatillas de tenis. Él le habla en
catañol, ella responde es castellano. Por la forma en que se aproxima,
cariñosa, al levantarse para salir en la próxima estación, pegándose a su
cuerpo, está claro que será ella quien establezca las condiciones de la
separación. Será dando un portazo. Él camina levemente encorvado. Ella parece
dispuesta a entregarse del todo, pero no sabe aún que entregarse del todo es
terrorífico. Es la mejor manera de perderse a sí misma. De momento sonríen.
El día es
increíblemente corto. A las 17,30 ya se ha apagado. Un toldo que recorre en un
instante gamas de azules y grises entuba la ciudad.
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