La parte
más endeble del guión es dar validez a la vieja y desacreditada teoría de Saphir/Wolf
que sostenía que el aprendizaje de una lengua nueva modifica de tal modo el
cerebro que la visión del mundo del nuevo hablante cambia. Por lo demás, es
ingeniosa la idea de que el idioma de los heptápodos extraterrestres, con
quienes los humanos de doce países diferentes –allí donde han llegado las doce
naves- tienen que hablar para intentar saber cuál es su propósito al llegar a
la tierra, es un idioma palindrómico, que se escribe igual hacia delante y
hacia atrás y que por ello su visión del tiempo es diferente de la nuestra, de
tal modo que el pasado y el futuro se encuentran y se ven al mismo tiempo. Esa idea construye la trama y da resolución al misterio. Menos ingenioso, más
sentimental, por más visto, es que los heptápodos no vienen para invadirnos
sino para darnos otra oportunidad de entendernos entre nosotros, de hablar con
una sola voz, como la humanidad que vive en el planeta de todos, porque nos va
la vida en ello.
De todos
modos, la película es enorme, bella, absorbente, atrapado el espectador en la
emoción pausada pero intensa de Amy Adams por descubrir el lenguaje de esos
seres, extraños pero reconocibles, grandes pero tiernos, y por saber, en
segundo lugar, qué quieren. Como defiende Frank Wilczek (El mundo como obra
de arte), descubrimos la belleza en la pasión por el conocimiento, ¿Son
la misma cosa? Esta peli parece defender esa tesis.
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