miércoles, 30 de noviembre de 2016

El gobierno de las emociones

  
            No es tarea fácil saber qué debe fundar la moral si el discurso racional o las motivaciones sentimentales El asunto dividió a los grandes filósofos. Hume la fundaba en la compasión y Kant en los juicios basados en la razón. El adoptar una u otra postura quizá tenga que ver con la dual tendencia del hombre a contemplar las cosas del mundo, desde una visión más teñida de emociones o desde otra despojada de ellas.

            Victoria Camps (VC) en este libro se decanta por Hume, aunque no sin contradicciones. La compasión es necesaria porque nos humaniza, dice, pero debemos complementarla con la justicia, porque aquella no puede llegar a todos los rincones y porque puede caer en la humillación del necesitado o en la complacencia del bienhechor. Pero sin compasión la mera justicia se burocratiza y termina igualmente por abandonar en su soledad al humillado.

            ¿Podríamos sustituir la ley por una moral pública? ¿Podríamos forjar el carácter como pensaban los griegos, educar a la población en las virtudes cívicas, en valores como dicen los maestros en las clases de ética? VC cree que el hombre no es bueno ni malo por naturaleza y que la personalidad se puede modelar y de hecho el entorno en que el hombre vive lo modela. Ahí está el eco, la enorme influencia aún, de Franz Boas. No fundamenta VC por qué los sentimientos pueden y deben ser una guía, porque parte de un supuesto: las emociones son necesarias como motivadoras de la acción moral. Más que eso, cualquier concepción política debe tener en cuenta las motivaciones de los ciudadanos (¡Echemos un vistazo a lo que está ocurriendo en el mundo ahora mismo!). ¿Deben traspasar las emociones, por ejemplo la ira (aunque la mutemos en indignación), el ámbito de la privacidad, ante la corrupción, el terrorismo? ¿Debe la desaprobación moral convertirse en política? La filósofa cree que sí.

            Así que, las emociones se pueden gobernar. Se puede formar el carácter, dirigirlo, orientarlo, porque hay emociones buenas y emociones males. Pero Victoria Camps, enemiga de los dilemas (¡demasiado racionales!) como forma de dar cuenta de las encrucijadas morales, pasa por alto la realidad dilemática: naturaleza/cultura, vida privada/ vida publica, en que la vida del hombre se desenvuelve.

            Siguiendo la pulsión romántica, Victoria Camps transfiere la autoridad moral de la razón a las emociones, de la vida adulta a la infantil, por así decir. Pero la naturaleza humana es insoslayable, cada hombre está construido de una forma, todos somos iguales y todos diferentes. Le emoción embarga al individuo, pero la vida pública está regulada por leyes comunes, universales. La vida privada es el mundo de lo aleatorio, la del cambio continuo; la vida pública está regida por instituciones que se pretenden duraderas y así como la vida privada es difícil de regular, la pública no puede ser el teatro de las emociones a riesgo de reventar el contrato social.           

            Como VC señala, las emociones han tenido una función evolutiva. El miedo, por ejemplo, nos hace huir de los depredadores o evitar el peligro. Pero la humanidad entró en un nuevo estadio cuando fue consciente de su fortaleza –autonomía- y empezó a construir la vida en común, las instituciones, las leyes, el gobierno. Una construcción con toda la torpeza de lo nuevo improvisado, pero crecientemente racional. Con el tiempo fuimos dejando atrás los impulsos irracionales y las hemos ido depurando, limpiándolas de las impurezas de la pasión. Ya no concebimos un rey como Enrique V o una pelea a muerte como la de Pedro I y su hermanastro Enrique de Trástámara, aunque de vez en cuando aparece un cisne negro como Hitler (o como Donald Trump). Las constituciones duraderas, consensuadas, racionales y estables es el modo que hemos encontrado después de muchos forcejeos para lograr una vida cada vez más justa, pacífica y racional. ¿Hemos de renunciar a ello para dar gusto a las emociones?

            Sorprende que en un libro dedicado a las emociones la autora no dedique una de sus partes a su origen biológico y a los importantes descubrimientos que sobre el tema han hecho en las últimas décadas las neurociencias y la psicología evolutiva. También sorprende que tras afirmar la importancia de las emociones en la conformación de la moral, tras citar varias veces a Kant como el representante máximo del polo opuesto a lo que ella defiende, el de la fundamentación racional, no le dedique un capítulo a su filosofía moral, como si lo hace separadamente a Aristóteles, Hume y Spinoza, en quienes fundamenta su exposición teórica.

            Victoria Camps es lo suficientemente diestra para exponer en su texto las objeciones al sentimentalismo moral que ella defiende, pero sin tomarlas demasiado en serio, dominada como está por el prejuicio romántico de la bondad de los sentimientos que, debidamente encauzados (educación, medios, gobierno) harán posible la armonía social y la felicidad individual. Como en todo romántico la idea de un mundo feliz es posible y con un poco de esfuerzo está a la vuelta de la esquina.

            VC pone el libro bajo la invocación de Medea: “Sí, conozco los crímenes que voy a realizar, pero mi tymos (pasión) es más poderosa que mis reflexiones y ella es la mayor causante de males para los mortales”. ¿Saca la lección?


            Como contrapuesto puede leerse Sentimentalismo tóxico. Cómo el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad, de Theodor Dalrymple, que hace un repaso al sentimentalismo que en muchas facetas del mundo contemporáneo está sustituyendo a la racionalidad, a la justicia y al buen gobierno. Acaba con esta frase de Pascal: Travaillons donc a bien penser. Voilà le principe de la moral.

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