No es tarea
fácil saber qué debe fundar la moral si el discurso racional o las motivaciones
sentimentales El asunto dividió a los grandes filósofos. Hume la fundaba en
la compasión y Kant en los juicios basados en la razón. El adoptar una u otra
postura quizá tenga que ver con la dual tendencia del hombre a contemplar las
cosas del mundo, desde una visión más teñida de emociones o desde otra
despojada de ellas.
Victoria
Camps (VC) en este libro se decanta por Hume, aunque no sin contradicciones. La
compasión es necesaria porque nos humaniza, dice, pero debemos complementarla con
la justicia, porque aquella no puede llegar a todos los rincones y porque puede
caer en la humillación del necesitado o en la complacencia del bienhechor. Pero
sin compasión la mera justicia se burocratiza y termina igualmente por
abandonar en su soledad al humillado.
¿Podríamos
sustituir la ley por una moral pública? ¿Podríamos forjar el carácter como
pensaban los griegos, educar a la población en las virtudes cívicas, en valores
como dicen los maestros en las clases de ética? VC cree que el hombre no es
bueno ni malo por naturaleza y que la personalidad se puede modelar y de hecho
el entorno en que el hombre vive lo modela. Ahí está el eco, la enorme
influencia aún, de Franz Boas. No fundamenta VC por qué los sentimientos pueden
y deben ser una guía, porque parte de un supuesto: las emociones son necesarias
como motivadoras de la acción moral. Más que eso, cualquier concepción política
debe tener en cuenta las motivaciones de los ciudadanos (¡Echemos un vistazo a
lo que está ocurriendo en el mundo ahora mismo!). ¿Deben traspasar las
emociones, por ejemplo la ira (aunque la mutemos en indignación), el ámbito de
la privacidad, ante la corrupción, el terrorismo? ¿Debe la desaprobación moral
convertirse en política? La filósofa cree que sí.
Así que,
las emociones se pueden gobernar. Se puede formar el carácter, dirigirlo,
orientarlo, porque hay emociones buenas y emociones males. Pero Victoria Camps,
enemiga de los dilemas (¡demasiado racionales!) como forma de dar cuenta de las
encrucijadas morales, pasa por alto la realidad dilemática: naturaleza/cultura,
vida privada/ vida publica, en que la vida del hombre se desenvuelve.
Siguiendo
la pulsión romántica, Victoria Camps transfiere la autoridad moral de la razón
a las emociones, de la vida adulta a la infantil, por así decir. Pero la
naturaleza humana es insoslayable, cada hombre está construido de una forma,
todos somos iguales y todos diferentes. Le emoción embarga al individuo, pero
la vida pública está regulada por leyes comunes, universales. La vida privada
es el mundo de lo aleatorio, la del cambio continuo; la vida pública está
regida por instituciones que se pretenden duraderas y así como la vida privada
es difícil de regular, la pública no puede ser el teatro de las emociones a
riesgo de reventar el contrato social.
Como VC
señala, las emociones han tenido una función evolutiva. El miedo, por ejemplo,
nos hace huir de los depredadores o evitar el peligro. Pero la humanidad entró
en un nuevo estadio cuando fue consciente de su fortaleza –autonomía- y empezó
a construir la vida en común, las instituciones, las leyes, el gobierno. Una construcción
con toda la torpeza de lo nuevo improvisado, pero crecientemente racional. Con
el tiempo fuimos dejando atrás los impulsos irracionales y las hemos ido
depurando, limpiándolas de las impurezas de la pasión. Ya no concebimos un rey
como Enrique V o una pelea a muerte como la de Pedro I y su hermanastro Enrique
de Trástámara, aunque de vez en cuando aparece un cisne negro como Hitler (o
como Donald Trump). Las constituciones duraderas, consensuadas, racionales y
estables es el modo que hemos encontrado después de muchos forcejeos para
lograr una vida cada vez más justa, pacífica y racional. ¿Hemos de renunciar a
ello para dar gusto a las emociones?
Sorprende
que en un libro dedicado a las emociones la autora no dedique una de sus partes
a su origen biológico y a los importantes descubrimientos que sobre el tema han
hecho en las últimas décadas las neurociencias y la psicología evolutiva.
También sorprende que tras afirmar la importancia de las emociones en la
conformación de la moral, tras citar varias veces a Kant como el representante
máximo del polo opuesto a lo que ella defiende, el de la fundamentación
racional, no le dedique un capítulo a su filosofía moral, como si lo hace
separadamente a Aristóteles, Hume y Spinoza, en quienes fundamenta su exposición
teórica.
Victoria
Camps es lo suficientemente diestra para exponer en su texto las objeciones al
sentimentalismo moral que ella defiende, pero sin tomarlas demasiado en serio,
dominada como está por el prejuicio romántico de la bondad de los sentimientos
que, debidamente encauzados (educación, medios, gobierno) harán posible la
armonía social y la felicidad individual. Como en todo romántico la idea de un
mundo feliz es posible y con un poco de esfuerzo está a la vuelta de la
esquina.
VC pone el libro
bajo la invocación de Medea: “Sí, conozco los crímenes que voy a realizar, pero
mi tymos (pasión) es más poderosa que mis reflexiones y ella es la mayor
causante de males para los mortales”. ¿Saca la lección?
Como
contrapuesto puede leerse Sentimentalismo tóxico. Cómo el culto a la emoción
pública está corroyendo nuestra sociedad, de Theodor Dalrymple, que hace un
repaso al sentimentalismo que en muchas facetas del mundo contemporáneo está
sustituyendo a la racionalidad, a la justicia y al buen gobierno. Acaba con
esta frase de Pascal: Travaillons donc a bien penser. Voilà le principe de
la moral.
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