Esperamos
que suceda algo, que en su monótono discurrir el tiempo reviente sus costuras
y dé paso a la irrupción. ¿De qué? De la mujer que el hombre lleva toda su vida
esperando, del hombre fuerte que ella desea. Una promesa que se frustra
fácilmente. ¿Y de qué más? De que del cielo caigan goterones de sentido y se
mantengan en suspensión. De hecho, sucede a menudo que el tiempo se rompe y
hace que un instante inadvertido se prolongue hasta el límite de nuestra
capacidad de aguante. Porque no estamos hechos para vivir indefinidamente en
suspensión. Pero sin ella perderíamos la autoconciencia o esta se desbarataría
y retornaríamos al mundo inorgánico del que procedemos. Humanidad significa
sentido.
Es el
contrapeso de nuestra fragilidad. La especie perdura, pero cada una de sus criaturas
es un junco a punto de ser arrancado del arroyo. Frágiles ante las
calamidades que nos amenazan: clima, infecciones víricas, contaminación
química, sequía, extinción, amenazas telúricas o cósmicas, constitutivamente
frágiles con la inexorable muerte en el horizonte, sin olvidar los males que
creemos haber dejado atrás, pero que una parte de la humanidad padece: la
guerra, la expulsión del propio hogar, el obligado salto del mar para
sobrevivir en campos gestionados por la compasión.
Así que
construimos espacios permanentes de ilusión, creencias superpuestas a la
morfología continental, naciones, pueblos, iglesias, supersticiones, un estado
atmosférico de conciencia que nos hace levitar sobre nuestra fragilidad.
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