El día ha
amanecido con niebla. Ha tardado en levantar y cuando lo ha hecho la luz se
muestra pálida, entreverada. Los objetos han perdido la nitidez de los días
pasados, ya todo aparece ligeramente empañado, como es propio de los días previos
a la llegada de las brumas y nieblas matinales que anuncian el pronto derribo
del otoño. Los árboles se muestran vestidos de la coloraina que vienen
luciendo, pero ha desaparecido el contraste, la brillantez cegadora, la nítida
diferencia entre ocres, amarillos, ámbares y dorados. El espectáculo de la luz
y el color ha sido excepcional, desde que amanecía el sol hasta que caía. También
la luz cruda, inusualmente limpia, de las dos o las tres de la tarde, cuando el
sol alcanzaba el punto más alto en el horizonte. Los edificios, los árboles,
las personas, ya fueran recortados o proyectados en el enlosado, adquirían una
nitidez académica, un porte clásico. Se podían seguir los cambios hora a hora,
serpentear junto al río, remontando la corriente, y emborracharse de los
reflejos del enramado en la agitación del agua. Esta ciudad tiene un otoño
breve pero es difícil verlo en otro lado. Ese otoño se ha caído y ahora solo
queda atravesar el largo túnel hasta la también breve pero igualmente intensa
primavera. Es el privilegio de aquellas ciudades que solo tienen dos
estaciones, como proclama el chiste malintencionado.
martes, 1 de noviembre de 2016
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