El milagro
de la literatura. Cuántas veces hemos leído la misma historia. Dos niñas de
pueblo que saltan de la niñez a la adolescencia y que de golpe se hacen mujeres
maduras cuando creen saber qué sea eso de la vida. El milagro de hacernos creer
que es la primera vez que nos lo cuentan corresponde al arte renovado de la
literatura. Cada autor recuerda una infancia distinta, y los detalles lo son,
cree que su adolescencia fue única y que maduró de forma distinta a los demás.
Y sin duda es cierto, aunque también lo es que esa vida no es muy diferente a
la de cualquier hombre o mujer que se pone a recordar. Lo que lo convierte en
único y diferenciado es la manera de contar, los detalles que cada uno aporta,
el paisaje físico y humano en que se movió, las restricciones y libertades de
la época que le tocó vivir. Todos hemos pasado por esas etapas y hemos tenido
que sortear límites parecidos para convertirnos en adultos. Nuestra memoria los
envuelve en una pátina distinta que corresponde al poso de la experiencia, a
las muescas que los acontecimientos han ido dejando en nuestra sensibilidad.
Pero no todos sabemos contarlo como Edna O’Brien. Es su caso cuenta su ojo para
seleccionar detalles significativos, muchos, precisos, su sabiduría a la hora
de seleccionar escenas que marquen la progresión y la capacidad para envolver
los hechos en una nube ligera de melancolía. También el toque poético de sus
descripciones (“El sol que entraba por la ventana encendía el frasco de mermelada
de albaricoques”), que hace que la lectura de cada página sea un placer
continuado.
Aunque el
panorama de fondo es semejante a la de cualquier historia que cuenta un proceso
semejante, con el que nos podemos identificar, Edna O’Brien sitúa a sus dos protagonistas
en un contexto con caracteres particulares. La Irlanda de los cincuenta, en
realidad, no es muy diferente de la de los primeros años del siglo XX que
aparece en Dublineses de Joyce, o la que en la misma década aparece en Brooklyn
de Colm Tóibín o en El mar de Banville. No cambia el paisaje y no cambia
el estanque cultural que era Irlanda entonces. O’Brien añade la atmósfera
femenina. Las chicas de campo es un universo de mujeres: la narradora,
Caithleen, y su amiga Baba y sus madres (la madre: “¿Serás monja de mayor? Era
mejor que casarse. Para ella, cualquier cosa lo era”; Martha, la sofisticada
madre de Baba: “A la vida le pedía dos cosas, y las había logrado, el alcohol y
admiración”), las chicas y monjas del convento donde sufren durante tres años,
la casera alemana de Dublín y la mujer que le da trabajo. A los hombres, en
segundo plano, les envuelve un aura de malignidad (el padre borracho o Harry,
el hombre rico que quiere seducirla), de mediocridad (el padre de Baba) o de un
sofisticado encanto (Mr. Gentleman), que está más en la imaginación de la
protagonista que en la realidad. En una significativa escena, en que Mr
Gentleman y la protagonista se desnudan para verse mutuamente, hay una
disociación entre la que la narradora ve y lo que Caithleen, la chica
embelesada ante el amor, siente, la primera aprecia lo ridículo del hombre mayor
desnudo, aunque el encanto en que lo ha envuelto la amante no desaparece del
todo.
La
estructura de la novela es sencilla, pero bien articulada. Está dividida en tres partes más o menos
equilibradas. En la primera, el trasfondo es la vida rural irlandesa, hombres
con tendencia al alcoholismo y mujeres entregadas a la religión. Las dos amigas
viven en un pueblo en medios distintos, pobre la familia de Caithleen, aseada
la de Baba. La figura que sirve de espejo a la protagonista es su madre, cuya
muerte en un accidente cierra esta etapa. La segunda transcurre en el convento
de monjas donde Caithleen llega con una beca junto a su amiga Baba. Baba más
que una figura en la que reflejarse es la personalidad rebelde que se
contrapone a la complaciente y estudiosa Caithleen. En las dos dice reconocerse
Edna O’Brien, en una novela que tiene mucho de autobiográfica. El episodio se
cierra cuando Baba planea una picia para que las expulsen del convento, cosa
que sucede. En la tercera, ya en Dublín, las dos amigas se independizan de la
familia y viven con intensidad el fulgor de la ciudad. La figura que emerge es
la del señor Gentleman, un hombre casado que sirve a la protagonista para
recrear el sueño del amor adolescente, sueño que hecho añicos la convertirá en
mujer. Humor, ensoñación, melancolía son los ingredientes, con variada
intensidad, con que Edna O’Brien construyó, en 1960, esta magnífica novela.
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