miércoles, 26 de octubre de 2016

Las chicas de campo, de Edna O’Brien



            El milagro de la literatura. Cuántas veces hemos leído la misma historia. Dos niñas de pueblo que saltan de la niñez a la adolescencia y que de golpe se hacen mujeres maduras cuando creen saber qué sea eso de la vida. El milagro de hacernos creer que es la primera vez que nos lo cuentan corresponde al arte renovado de la literatura. Cada autor recuerda una infancia distinta, y los detalles lo son, cree que su adolescencia fue única y que maduró de forma distinta a los demás. Y sin duda es cierto, aunque también lo es que esa vida no es muy diferente a la de cualquier hombre o mujer que se pone a recordar. Lo que lo convierte en único y diferenciado es la manera de contar, los detalles que cada uno aporta, el paisaje físico y humano en que se movió, las restricciones y libertades de la época que le tocó vivir. Todos hemos pasado por esas etapas y hemos tenido que sortear límites parecidos para convertirnos en adultos. Nuestra memoria los envuelve en una pátina distinta que corresponde al poso de la experiencia, a las muescas que los acontecimientos han ido dejando en nuestra sensibilidad. Pero no todos sabemos contarlo como Edna O’Brien. Es su caso cuenta su ojo para seleccionar detalles significativos, muchos, precisos, su sabiduría a la hora de seleccionar escenas que marquen la progresión y la capacidad para envolver los hechos en una nube ligera de melancolía. También el toque poético de sus descripciones (“El sol que entraba por la ventana encendía el frasco de mermelada de albaricoques”), que hace que la lectura de cada página sea un placer continuado.

            Aunque el panorama de fondo es semejante a la de cualquier historia que cuenta un proceso semejante, con el que nos podemos identificar, Edna O’Brien sitúa a sus dos protagonistas en un contexto con caracteres particulares. La Irlanda de los cincuenta, en realidad, no es muy diferente de la de los primeros años del siglo XX que aparece en Dublineses de Joyce, o la que en la misma década aparece en Brooklyn de Colm Tóibín o en El mar de Banville. No cambia el paisaje y no cambia el estanque cultural que era Irlanda entonces. O’Brien añade la atmósfera femenina. Las chicas de campo es un universo de mujeres: la narradora, Caithleen, y su amiga Baba y sus madres (la madre: “¿Serás monja de mayor? Era mejor que casarse. Para ella, cualquier cosa lo era”; Martha, la sofisticada madre de Baba: “A la vida le pedía dos cosas, y las había logrado, el alcohol y admiración”), las chicas y monjas del convento donde sufren durante tres años, la casera alemana de Dublín y la mujer que le da trabajo. A los hombres, en segundo plano, les envuelve un aura de malignidad (el padre borracho o Harry, el hombre rico que quiere seducirla), de mediocridad (el padre de Baba) o de un sofisticado encanto (Mr. Gentleman), que está más en la imaginación de la protagonista que en la realidad. En una significativa escena, en que Mr Gentleman y la protagonista se desnudan para verse mutuamente, hay una disociación entre la que la narradora ve y lo que Caithleen, la chica embelesada ante el amor, siente, la primera aprecia lo ridículo del hombre mayor desnudo, aunque el encanto en que lo ha envuelto la amante no desaparece del todo.


            La estructura de la novela es sencilla, pero bien articulada. Está dividida en tres partes más o menos equilibradas. En la primera, el trasfondo es la vida rural irlandesa, hombres con tendencia al alcoholismo y mujeres entregadas a la religión. Las dos amigas viven en un pueblo en medios distintos, pobre la familia de Caithleen, aseada la de Baba. La figura que sirve de espejo a la protagonista es su madre, cuya muerte en un accidente cierra esta etapa. La segunda transcurre en el convento de monjas donde Caithleen llega con una beca junto a su amiga Baba. Baba más que una figura en la que reflejarse es la personalidad rebelde que se contrapone a la complaciente y estudiosa Caithleen. En las dos dice reconocerse Edna O’Brien, en una novela que tiene mucho de autobiográfica. El episodio se cierra cuando Baba planea una picia para que las expulsen del convento, cosa que sucede. En la tercera, ya en Dublín, las dos amigas se independizan de la familia y viven con intensidad el fulgor de la ciudad. La figura que emerge es la del señor Gentleman, un hombre casado que sirve a la protagonista para recrear el sueño del amor adolescente, sueño que hecho añicos la convertirá en mujer. Humor, ensoñación, melancolía son los ingredientes, con variada intensidad, con que Edna O’Brien construyó, en 1960, esta magnífica novela.

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