sábado, 22 de octubre de 2016

Día 27


   La vuelta a casa. El Camino es la repetición a escala del recorrido de la vida. Es como darse otra oportunidad. Hay quien lo repite una y otra vez y no queda satisfecho. Tiene un principio y un fin como la vida. La mecánica del camino es hacer del caminar la actividad principal; el objetivo, a veces, con una meta prefijada para el día, pero no siempre. Se puede prolongar o acortar, lo importante es ponerse a caminar. La comida, el ocio, no son lo más importante, aunque deparen placeres inesperados: un buen menú, una cena comunitaria, una charla prolongada. El caminante no tiene nada de eso como prioridad, sino la rutina del caminar. Como en la vida se va conociendo, amistando y descartando gente, como en la vida se van adquiriendo obligaciones, deudas, compromisos. También se cometen traiciones o se falta a la palabra dada. Al final, se traba una relación especial con una persona o con un grupo, con quien se hace el resto del camino, aunque hay quien prefiere hacerlo solo de punta a cabo. Pero, al final, cuando se llega a Santiago, todo desaparece como en un soplo. Los problemas que estaban ahí reaparecen.

   He tenido un problema con las botas, quizá las plantillas. No he conseguido que las ampollas en el talón me desapareciesen del todo. Algunos días he caminado casi sin pisar con el talón. Tuve un problema en el gemelo. Fui a un masajista en Santander, que me aseguró que no había una rotura. Luego desapareció la molestia, no he vuelto a tener problemas. Llega un momento en que el cuerpo se mueve en modo autómata y las molestias físicas no importan. Entonces se camina como levitando.

   Las madrugadas, antes y después de que el sol pugnara por salir a mis espaldas, eran los mejores momentos. Días en que he caminado solo, con la linterna en la frente, oyendo el murmullo del bosque o el despertar de los pájaros. Una alegría natural me inundaba y me llevaba con brío hasta el primer café, once o doce kms más allá de la salida. El gozo venía de que la mente vagase, sin nada en que fijar su interés. Caminar sin más, he ahí el placer.

   Si la etapa superaba los 35 kms, el final, sobre todo en asfalto, se hacía duro, pero nunca hasta el punto de sentirme exhausto o derrotado. Tras inspeccionar el albergue, no siempre con suerte -el peor recuerdo de este viaje son los chinches que cogí en uno de ellos, en Santillana en concreto, chinches que no he conseguido eliminar del todo, al llegar a casa tiraré la mochila-, buscaba un restaurante con menú. Salvo una vez, y gracias al hospitalero, no he cocinado. Luego, una siesta reparadora y, si la compañía era interesante, una charla distendida. La jornada se acababa a las diez, hora en que se apagan las luces de los albergues.
   

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