viernes, 28 de octubre de 2016

El día en que los árboles se encendieron

         

            Hace un día improbable en esta ciudad norteña, a estas alturas del año. El sol, escondiendo sus amenazantes tormentas, erupciones y eyecciones, se muestra tan poderoso como seductor, atraviesa la enramada todavía más verde que amarilla del sauce que se interpone ante mí y me ciega, aunque la humedad que llega de la fronda a mis espaldas compensa su fuerza. Es agradable esta mezcolanza de fuego y humedad, de calor ya no tan intenso y de frescor aún tolerable. De fondo, la arritmia del tráfico rodado en la calle al otro lado del río, camiones, el hidráulico quejido de los autobuses, el oleaje de los coches que arranca de los semáforos abiertos, el habla de los paseantes, una radial lejana que suena a intervalos, la camioneta de los jardineros, el canto apenas distinguible de los pájaros, mirlos, gurriatos, pinzones, zorzales, modulando su intensidad bajo patrones desconocidos, las pisadas sobre la hojarasca que se va acumulando, el sonajero de la punta redonda del bastón de un ciego, las campanas de la catedral y de las iglesias cercanas que no llegan a imponerse en este revoltijo de sonidos que sin ser armónicos no llegan a ser desagradables.

            Se nota que hoy es medio festivo. En los colegios celebran la impostada fiesta de Halloween. Una madre peina con los dedos los mechones de su hija y ella se revuelve para escapar a esa forma de caricia, otras dos chicas un poco más mayores y descamisadas piden fuego a una mujer encorvada sobre su móvil para proyectarse en cigarrillos iniciáticos, tres niñas, a un semestre de la adolescencia, sentadas en un banco del paseo, hablan de sus cosas entre vagas sonrisas. Una enseña sus rodillas bajo los vaqueros rotos, en las otras el uniforme azul del colegio es más formal, con jersey y falta tableteada. Un hombre viejo se ha sentado frente a ellas y las mira, pero al poco se levanta avergonzado y se va dejando atrás una larga y triste mirada.


            El sol indecente, sensual, enciende los álamos, los chopos, los sauces y abedules de la ribera del río, cuyas aguas plateadas descienden mansas pero con un ímpetu ligero que refleja en su superficie rizada el sol impropio. El cielo azul, blanquecino en la cercanía de la luz poderosa, subraya con nitidez los perfiles de los edificios, más nítidos que en cualquier época del año. Hasta las sombras alargadas de los árboles se dibujan con precisión académica en el enlosado del paseo.

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