Hace un día
improbable en esta ciudad norteña, a estas alturas del año. El sol, escondiendo
sus amenazantes tormentas, erupciones y eyecciones, se muestra tan poderoso como
seductor, atraviesa la enramada todavía más verde que amarilla del sauce que se
interpone ante mí y me ciega, aunque la humedad que llega de la fronda a mis
espaldas compensa su fuerza. Es agradable esta mezcolanza de fuego y humedad,
de calor ya no tan intenso y de frescor aún tolerable. De fondo, la arritmia
del tráfico rodado en la calle al otro lado del río, camiones, el hidráulico
quejido de los autobuses, el oleaje de los coches que arranca de los semáforos
abiertos, el habla de los paseantes, una radial lejana que suena a intervalos,
la camioneta de los jardineros, el canto apenas distinguible de los pájaros,
mirlos, gurriatos, pinzones, zorzales, modulando su intensidad bajo patrones desconocidos, las
pisadas sobre la hojarasca que se va acumulando, el sonajero de la punta
redonda del bastón de un ciego, las campanas de la catedral y de las iglesias
cercanas que no llegan a imponerse en este revoltijo de sonidos que sin ser
armónicos no llegan a ser desagradables.
Se nota que
hoy es medio festivo. En los colegios celebran la impostada fiesta de
Halloween. Una madre peina con los dedos los mechones de su hija y ella se
revuelve para escapar a esa forma de caricia, otras dos chicas un poco más
mayores y descamisadas piden fuego a una mujer encorvada sobre su móvil para
proyectarse en cigarrillos iniciáticos, tres niñas, a un semestre de la
adolescencia, sentadas en un banco del paseo, hablan de sus cosas entre vagas
sonrisas. Una enseña sus rodillas bajo los vaqueros rotos, en las otras el
uniforme azul del colegio es más formal, con jersey y falta tableteada. Un
hombre viejo se ha sentado frente a ellas y las mira, pero al poco se levanta
avergonzado y se va dejando atrás una larga y triste mirada.
El sol
indecente, sensual, enciende los álamos, los chopos, los sauces y abedules de
la ribera del río, cuyas aguas plateadas descienden mansas pero con un ímpetu ligero
que refleja en su superficie rizada el sol impropio. El cielo azul, blanquecino
en la cercanía de la luz poderosa, subraya con nitidez los perfiles de los
edificios, más nítidos que en cualquier época del año. Hasta las sombras
alargadas de los árboles se dibujan con precisión académica en el enlosado del
paseo.
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