miércoles, 19 de octubre de 2016

Día 24


   Un shock. Eso ha sido entrar en el Camino Francés. Una romería, una marea humana incesante. No lo recordaba así cuando hace dos años, por las mismas fechas, hice ese recorrido iniciático. Si ahora, mediado octubre es así, cómo será  en julio y agosto. La etapa de hoy iba de Sobrado dos Monxes a Arzua, pero he tomado la llamada variante de Santa Irene para ahorrarme unos cuantos kms y hacer dos etapas por el precio de una, eso sí a cuenta de 25 de asfalto. He acabado en un albergue rural en A Rua.
    El Camino de Santiago no puede ser esto. Es como pasear por las Ramblas. Anonimato, despersonalización. Caminas sin tener en cuenta a quién va a tu lado. No ha habido un solo peregrino en el Camino del Norte a quien no haya saludado, ante quien no me haya detenido para preguntarle alguna cosa, de donde era, donde había comenzado, cómo le estaba yendo la jornada. Aquí hay tanta gente que es ridículo tomar a cada caminante por una persona con su circunstancia. Habrá que explorar otros caminos. Por supuesto, he perdido el rastro de los que conmigo venían por el Norte. Entre ellos, los enamorados.
   El amor en el camino. El hormigón de los túneles o de los tirantes de los puentes de autovía es propicio para pintadas del tipo, 'Laura, ti amo'. Es una constante. Como también las inscripciones debajo de las literas. Pero me da que la mayoría son amoríos fantasiosos. Cómo los que he tenido la oportunidad de barruntar. El caso más sintomático es el de los dos jóvenes alemanes que ayer comentaba. Los he ido viendo por separado. En Mondoñedo durmieron en literas contiguas. Al día siguiente dijeron que se quedaban en una pensión.  'Aqui hi ha marro', le comenté a Xose, el farmacéutico. Eso era por Villalba, en A Lagoa, en el bosque lucense, una etapa más allá, apareció el pobre alemán solo y dolorido. Durmió solo y a la mañana siguiente, madrugador como yo, fui siguiendo el rastro de su quebranto. Se paraba de vez en cuando para atender al dolor de sus pies, fuera botas y calcetines. En Sobrado no paró. Hans, otro alemán, en los setenta, que seguía su rastro, me dijo que había seguido adelante. Llevaba colgado de su mochila uno de sus calcetines perdidos. Por contra, esa noche, la chica, distendida y alegre, apareció en el monasterio, junto a mí litera. Hoy ya no sé nada de ninguno de los dos. Sí he visto a Hans, a quien he adelantado en la variante de Santa Irene. Es un hombre peculiar, cabello y barba canos. Sólo habla alemán, con algunas frases en inglés, nada de español. Llevamos varias etapas juntos, desde Mondoñedo, cada cual a su ritmo. Por la tarde se bebe una botella de vino tinto o si hay un cantinero a mano le pide que le rellene su copa de vino blanco una y otra vez, como si estuviera apurando el tiempo. Pero nada le impide caminar con brío. Hoy le he preguntado cuántas veces había hecho el Camino. Every year, me ha respondido. Como su vuelo no parte hasta el lunes, este año terminará en Fisterra.
    Otra historia de la que me gustaría saber el final es la de Rijanna, la holandesa y sus dos acompañantes, el palestino y el checo. Les conocí por separado, a la altura de Guemes, en Cantabria. Vi cómo Rijanna se despedía de sus dos amigas italianas y cómo el palestino hacía lo propio con su amigo arquitecto, que iba haciendo prácticas de dibujo. Creo que la última vez que los vi fue en San Vicente de la Barquera. El que más empeño ponía en la conquista era el palestino, pero vete a saber. Los tres, como tantos, bebían los días de su juventud, como Hans y todos nosotros apuramos el tiempo que se nos ha concedido.

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