sábado, 15 de octubre de 2016

Día 20


   Día duro, pero cantabile. En las piernas y en la caja bucal. Entre Vilela y Mondoñedo el camino te hace subir al bosque y bajar a las pequeñas aldeas medio despobladas, una y otra vez. He disfrutado de nuevo del silencio y la soledad por los bosques de eucaliptos agitados por un ventarrón que en la tibia luz de la mañana producía ruidos extraños: la madera que en las copas crujía o frotaba cuando dos troncos se rozaban como en una danza de apareamiento. En 30 kms solo he cruzado palabras con el hosco cantinero de un bar perdido, con una amable señora de Lourenza y con un cazador que me ha asegurado que no llovería. Tan solo me he encontrado que me he animado a cantar con música inventada al ritmo de los golpes de bastón. Una melodía que me llevaba flotando, ausente el cuerpo doliente de las delicias del alma.
   En Lourenza solo he podido ver la iglesia barroca del monasterio del Salvador. El resto de la imponente fábrica está cerrado o son dependencias municipales. Esperaba con interés lo que me fuera a deparar Mondoñedo, porque de aquí eran algunos de los frailes que me educaron en la niñez, pero es poca cosa aparte de la catedral.
   Tipos. Lo divisé a lo lejos bajo la lluvia. Un hombre abultado bajo una capa roja, renqueante, con un bastón largo y otro corto. Se movía lentamente, pendiente del gps para saber cuándo pasar de la senda a la carretera y acortar el camino. Dijo llamarse Leo, aunque sólo la barba y las greñas blancas hacen honor a su nombre. Luego,  me aclaró. Comenzó en Irún el tres de septiembre, hace etapas cortas, no discrimina entre albergues, pensiones y hoteles y tiene una lista de buenos restaurantes. El día de la lluvia, después de que yo le dejara, paró a un autobús. Lo hace a menudo y hace bien. Solo tiene un defecto, ronca de un modo imposible de soportar.

No hay comentarios: