No puedo
leer los relatos de Lucia Berlin sin pensar en la belleza que aparece en sus
fotos jóvenes, en sus adicciones, en su vida aventurera. Una visión que va
cambiando según voy leyendo sus relatos. Sus protagonistas, aunque tienen
nombres diversos, remiten a etapas de su vida, cuando era niña en el Paso,
estudiante en Chile, amante y madre en México y en los estados sureños,
profesora y trabajadora, mujer de la limpieza y recepcionista en un hospital o enfermera
en una consulta, dando tumbos por el mundo. La vaga imagen inicial, idealista y
encantadora, se va transformando en sus propias palabras. Hay relatos amables y
poéticos, los hay narrativos y románticos y los hay devastadores. En uno de
ellos alude al Chéjov de Tristeza como su modelo. Lucia Berlin busca una voz
imparcial para contar sus desdichas, también los momentos de felicidad. Detrás
de un paisaje colorista aparece el desgarro, sin remarcar los aspectos
dramáticos, simples giros de la vida. Son memorables algunos de ellos. En Inmanejable
una madre alcohólica necesita una petaca de vodka para espantar el síndrome de
abstinencia, antes de que sus hijos se despierten para prepararles el desayuno e
ir al cole. En Todo luna, todo año, una mujer que ha perdido a su marido
es acogida en México por un grupo de hombres que pescan por inmersión. En El
Tim, una profesora sustituta se enfrenta a un muchacho inmanejable; sin
embargo, casi sin quererlo, encuentra el modo de llegar con él a un pacto de
convivencia. En Paso, un prodigio, un grupo de internos en desintoxicación,
en un cubículo, contempla ante un televisor un combate de boxeo; Lucia Berlin
se las arregla para que la pantalla del televisor sea el reflejo del
cuadrilátero en el que están los internos. En Querida Conchi, la autora
encuentra en las cartas que Lu, la protagonista, le escribe a su amiga Conchi desde
la Universidad de Nuevo México el modo de exponer el contraste entre Chile y
Nuevo México, entre Joe, de quien se enamora y Dash, un hombre sofisticado que
la corteja, entre clases sociales, edades, culturas. Algunos relatos, como Luto,
son tan densos y llenos de promesas que tememos que se acaben sin ofrecer todo
lo que esperamos. También A ver esa sonrisa, el cuento más largo,
contiene una novela negra, densa, con personajes al límite, bien dibujados,
aunque al tener el formato cuento se queda en una promesa fallida. Carmen
es un cuento redondo, inmejorable, como un puñetazo en la nariz: Carmen es un
bebé frustrado, la narradora es la madre que ha de hacer de camello entre
Albuquerque y Ciudad Juárez por obediencia a un marido en fase de abstinencia.
Fragmentos, cada uno de ellos, de la vida de la autora o así me lo imagino,
como en Silencio, donde narra su dura infancia en El Paso, mientras su
padre está en la guerra. En los dos últimos cuentos vemos a la narradora, a la
autora, pegada a un tanque de oxígeno, disminuida físicamente, con la vista y
la columna dañadas –escoliosis, la enfermedad que la atormentó toda la vida-
recordando su época de estudiante en Nuevo México, los caminos que podría haber
recorrido si las cosas hubiesen ido de otro modo.
No son
relatos extensos, algunos muy cortos, otros medianos, solo un par de ellos
largos. A medida que avanza la lectura son mejores como si el lector los fuese
mejorando. Algunos como Perdidos son el reconcentrado de una novela: un
grupo de drogatas a los que reúnen en una base abandonada de rádares, en el
desierto, para su desintoxicación. Denso y cortante, como si el narrador
–narradora- tuviese prisa por salir de allí. No son relatos en los que la
conciencia literaria se imponga al discurrir de la vida, pero lo que sucede en
cada uno de ellos nos atrapa de tal modo que es imposible no pensar en la
sabiduría de la autora. La narradora no siempre es la misma, a veces es Lucia,
a veces tiene otro nombre, pero detrás siempre hay una historia que tiene que
ver con la vida de la autora: sus matrimonios siempre fallidos, sus hijos, su
espantoso abuelo y su tío, su padre ingeniero de minas, su madre ausente y
alcoholizada, su hermana enferma terminal en Ciudad México, el alcoholismo, las
drogas y los muchos paisajes en que vivió, a caballo entre México, Chile y el
sur de EEUU, atenta al habla de un lado y otro de la frontera lingüística, al
ritmo fluido, pausado o vertiginoso del suceso que cuenta. Quizá no todo lo que
cuenta es cierto, pero el lector sabe que es verdad.
Lucia
Berlin domina el arte de la narración, su vida probablemente fue un desastre, pero
tuvo tiempo para escribir sobre lo que le pasaba y lo hace de tal modo que nos
deslumbra: su vida y el modo de pensar en ella. Quiero decir, lo que Lucia
Berlin cuenta es más valioso que la literatura. Es la vida. Imagino a Alice
Munro elaborando sus extraordinarios relatos en un despacho aislado, concentrada,
meditando sobre las combinaciones posibles en las relaciones entre sus
personajes. Veo a Lucia Berlin volviendo a casa tras una noche de farra,
excitada, sin sueño, antes de que despierten sus hijos, vertiendo en el papel
la historia que acaba de vivir o la que estaba recordando esos días, apurando
la escritura antes de volver a la vida, como una Billie Holiday del relato. La
vida en directo. Sin embargo, Lucia Berlin ya no está entre los vivos.
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