viernes, 2 de septiembre de 2016

La naturaleza humana

     

            En el verano de 1971, el psicólogo Philip Zimbardo, de la universidad de Stanford, sometió a estudiantes voluntarios a un experimento. Los estudiantes pasaron unos test previamente para comprobar que no había nada anómalo en su personalidad. Fueron seleccionados 24 a cambio de una paga diaria. Durante dos semanas, en el sótano del edificio de Psicología, quedarían encerrados como si estuvieran en una cárcel, asignándoles aleatoriamente el rol de guardianes o de presos. El objetivo del experimento era sacar conclusiones acerca de la respuesta ante la autoridad. Recientemente se ha hecho una película sobre aquel experimento (Experimento en la prisión de Stanford) Pone los pelos de punta. Pronto unos y otros asumieron sus roles, más bien sobrepasaron lo que podía esperarse. Había normas de comportamiento, protocolos, pero se los saltaban. Algunos guardianes sacaron sus instintos sádicos y algunos presos se rebajaron hasta aceptar la humillación. El experimento debía durar dos semanas, pero al sexto día al ver el cariz que tomaban las cosas, cuando los estudiantes carceleros asumieron la tortura como medio de castigo, Zimbardo lo dio por concluido.

            Durante siglos se ha pensado que la mente humana era una hoja en blanco que el medio en que vivía y la cultura iban rellenando, sobre todo en la infancia. También que el hombre nacía bueno pero que la sociedad lo iba transformando en un ser perverso y egoísta. Los neurocientíficos parece que están llegando a la conclusión contraria. El hombre nace con unas predisposiciones y unos instintos con los que se enfrenta y adapta al medio en el que le toca vivir. El experimento de Zimbardo, al margen de lo que pueda pensarse sobre las condiciones de su realización, parece demostrar que la agresividad es natural en el hombre y que necesitamos controles sociales en forma de leyes, normas, justicia e instituciones para encarrilarla.
            “Pocas dudas caben de que algunos individuos son constitucionalmente más proclives a la violencia que otros. Pensemos, para empezar, en los hombres: en todas las culturas, los hombres matan a hombres de veinte a cuarenta veces más que las mujeres matan a mujeres. Y quienes se llevan la mejor parte son los hombres jóvenes, de edades comprendidas entre los quince y los treinta años. Además, algunos jóvenes son más violentos que otros. Según algunos cálculos, el 7 % de los varones jóvenes comete el 79% de los delitos violentos repetidos”.
             “Los niños son violentos mucho antes de que les hayan infectado los juguetes bélicos o los estereotipos culturales. La edad más violenta no es la adolescencia, sino la primera infancia, entre 1 año y los 2 años y medio: en un extenso estudio reciente, casi la mitad de los niños que apenas superaban los 2 años, y un porcentaje un poco inferior de niñas, se peleaban, se mordían y se daban patadas. Como señalaba el autor: «Los bebés no se matan entre sí porque no dejamos que puedan acceder a los cuchillos y las armas. La pregunta […] que llevamos treinta años intentando responder es cómo aprenden los niños a ser agresivos. [Pero] es una pregunta equivocada. La pregunta correcta es cómo aprenden a no serlo». (Steven Pinker) 
            Elaboramos razonamientos más o menos sofisticados sobre las causas de las guerras actuales (Siria, Sudán del Sur, Afganistán) y sobre el terrorismo y, a menudo, se nos escapa un elemento si no decisivo sí muy importante, la edad de los combatientes. Los combatientes en Siria o los guerreros terroristas son jóvenes que han encontrado el modo de hacer fluir su agresividad bien porque en los países en cuestión se haya caído el aparato del Estado bien porque nuestras sociedades no han sabido o podido enseñarles a inhibir la violencia.

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