viernes, 30 de septiembre de 2016

Día 5



   

El mejor momento del día es cuando el sol sale a mis espaldas. No lo veo pero siento como seca el sudor de mi nuca cuando subo la cuesta de Gernika hacia Lezama. Es dura, la humedad densa, la respiración entrecortada. La niebla se agarra a la ladera del bosque: castaños, nogales, higueras, y luego cuando llegó al pinar el sol se abre paso reflejado en los troncos dorados. El caserío aparece de la nada con un destello que me ciega. Una mujer, a la vera del camino, prepara una mesa con una jarra de café y golosinas. Un niño corretea. Otra, más adelante, me ofrece un platito de higos por un euro. Camino como un fantasma que invadiese la tierra de los elfos. Siento calor en el pecho, los ojos se me abren, nada me duele.

   Pero la etapa es dura hasta Lezama. Otro rompepiernas. Morga, Goikolexea, Larrabetzu. Zamudio. Los kilómetros se van acumulando y tienen su efecto. No sé qué va a pasar con un tirón en el gemelo izquierdo. El cuerpo es una orquesta de quejidos. Nada de eso me ocurrió cuando hice el camino francés.

   El problema se plantea con Bilbao. Atravesarlo a pie o saltarse kilómetros de asfalto, camiones, co2. Decido coger el metro hasta Barakaldo, que Santiago no me lo tenga en cuenta.

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