jueves, 11 de agosto de 2016

Vida hogareña, de Marilynne Robinson


             Ya me había encontrado con la original voz de Marilynne Robinson en Gilead, su personal manera de contar, el especial cuidado en las descripción de las cosas, donde lo narrado, los hechos, los sucesos quedan como en un segundo plano, subsumidos en el lenguaje, en la densa atmósfera que de él se desprende, que él va creando, de la que parecen emerger los personajes, donde el pasado y el presente parecen convivir con la misma potencia. En Housekeeping (Vida hogareña), no se sabe muy bien quién protagoniza la novela hasta que la narradora, bien mediada la lectura, toma el mando y se muestra en primer plano, porque antes cuenta la vida pasajera de los personajes que la precedieron, que habitaron la casa donde ahora viven ella y su hermana, Lucille, una casa sombría y horizontal que hace que las cosas vistas desde sus ventanas se vean en escorzo. La casa, construida por las manos inexpertas del abuelo, algo más elevada que la del resto del pueblo, Fingerbone, da a un gran lago que al comienzo de todo se tragó un tren que discurría por el puente que pasa junto al pueblo y atraviesa el lago, en el que iba el abuelo. La mayoría de los deudos se marcharon, incapaces de soportar la aflicción que desprendía el lago, no así la abuela que se quedó en la casa al cuidado de sus tres hijas. La primera, Molly, se fue a servir de misionera en la lejana Hunan, Sylvie, la más joven, iniciaría un vagabundeo y Helen, la madre de la narradora, también se fue cuando se casó con un hombre del que se recuerda que apenas hablaba. Un día Helen dejó a sus dos niñas en el porche de la casa y desde un promontorio se arrojó con el coche que le había dejado una amiga al lago. La abuela murió poco después, dos hermanas suyas, tan cómicas como inhábiles, se ocuparon de las niñas hasta que dieron con Sylvie y la hicieron volver a casa.          

           La segunda parte de la novela, cuando la narradora toma conciencia de sí, trata de esa convivencia, de Sylvie y las dos hermanas, Lucille y Ruth. Sylvie no parece un personaje real, sino sombra venida del pasado, fría, ausente, a punto de franquear la débil frontera que le separa de los familiares que ya se han ido, que la esperan en el fondo del lago, un “lago implacable, sometido al influjo de la luna”. Por eso, la narradora, a veces tiene la impresión de que Sylvie es Helen, la madre que las abandonó de forma tan dramática. Aunque contado así, parece una novela de personajes y entonces digo lo que no es, porque en realidad, lo que el lenguaje moroso va contando es la niebla que los envuelve, la luz cambiante del lago, su mutación horaria y mensual, junto a la nieve, el hielo que lo cubre en invierno, el viento, la inundación periódica, la luz brillante del verano y el polvo, una densidad que los atrapa como semillas en sus vainas o gusanos en sus crisálidas, trabados por igual en los cambios estacionales y en la emergencia del pasado, impidiendo una vida independiente y arraigada.


            La novela funciona si uno se deja llevar por la mística de la escritura, si le concede un valor bíblico, entre la profecía y la redención, pues la escritura tendría el don de hacernos ver más allá de la apariencia y la materialidad de las cosas, y en consecuencia liberador. Si uno no acepta ese juego debe buscar otras lecturas.

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