miércoles, 13 de julio de 2016

Formas del mal


         Hay una forma del mal reconocible, cuando se presenta con la brutalidad de la guerra, cuando su lenguaje es la violencia sin posibilidad de respuesta. Ante él solo caben la huida, el repliegue hacia las cavernas del sí o la sumisión. Pero hay aquella otra forma que se presenta bajo el disimulo. No se le ve llegar porque viene envuelto en el aleteo de la seducción, nos pilla con las defensas bajas, se apodera de nosotros y nos transforma, nos coloniza, nos convierte en esclavos voluntarios, en sus discípulos, en verdugos de su política. La primera nos arrebata la vida, la segunda aspira a arrebatarnos la muerte, a convertirnos en muertos vivientes, en esclavos que le entregan la vida a cambio de prorrogarla en la muerte.

         Están los dos ahí sentados, al otro lado de la mesa, en la cafetería de la estación del tren, en otra ciudad. Uno con la piel tersa del africano ecuatorial, en su rostro restalla la córnea blanca, su discurso es un balbuceo apenas inteligible. El otro es del lugar, la piel trabajada del europeo, asentado, firme, consciente de lo que se está jugando. El uno representa, o quiere, la convicción mancillada; el otro el arreglo cuando ve que sólo eso es posible. En medio, entre ellos y nosotros la persona ausente, perdida, abducida, destrozada por la pugna en él de dos personas, la zombi que casi lo ha colonizado salvo una leve chispa de lucidez que trata de emerger de los escombros. Cada uno está construyendo un mundo verosímil para sobrevivir a la miseria moral, a las trampas, los engaños, las argucias sobre las que se sustenta su respetabilidad, que ahora pueden perder. Lograr lo que queremos es ceder, dejarlos salir, que permanezcan intocables. Todo por albergar una oportunidad.

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