Dice Javier Goma que el demonio del mediodía nos susurra en
el oído para que no abandonemos el delicioso e irresponsable estadio estético
donde el adolescente vive una eternidad inconsciente, ese momento de la vida en
que todo es posible y nada es ingrato, por el estadio ético donde para ser
hombres de una pieza se nos exige casa y oficio, donde la experiencia nos
adapta a la realidad del mundo, tomamos conciencia de ser quien somos a cambio
de aceptar la mortalidad. Pues bien, si damos el paso de querer ser hombres de
una pieza y nos dejamos guiar por la razón y no por los fantasmas que la
acechan (Kant, Aristóteles) no cabe sino llevar una vida digna, que es una vida
ejemplar. Ejemplo y ejemplaridad.
Para Javier Goma en el mundo de la experiencia caben dos
tipos de ejemplaridad, la ejemplaridad de la felicidad, en la que el hombre
quiere cumplir un destino del mejor ejemplar de la especie, dentro de las
limitaciones que impone la realidad. La ejemplaridad de la dignidad es aquella,
que como en el caso de Príamo, sobre el que cae la desgracia de perder a sus
hijos en la guerra, soporta la privación con dignidad. Habría un tercer caso,
ya fuera del mundo de la experiencia, que está reservada al mundo de la esperanza,
la de quien dispone de su yo y lo entrega al mundo, esperando recuperarlo más allá
del mundo de la experiencia.
Que el hombre tiene como destino la muerte es algo que damos
por hecho desde antiguo. Desde que empezamos a pensar, junto al asombro ante
las cosas del mundo nació la angustia por nuestra mortalidad. En la modernidad,
la creciente conciencia de nuestra individualidad, cada uno de nosotros es
único y particular, viene acompañada por la trágica constatación de que vamos a
morir. Y desde el principio quisimos negarlo, afirmando que la dualidad alma
cuerpo nos constituye, pero que el cuerpo es mortal y el alma inmortal (el
Fedón, Séneca, Kant), un autoengaño que no admite una mínima verificación. La
modernidad nace con la ironía (F. Schlegel) cuando el hombre comprende su naturaleza
trágicamente antitética: la dignidad de ser un ejemplo único, irrepetible
(momento estético) y la de estar destinado a un final indigno (momento ético),
una ironía que le aleja de los credos religiosos. En el momento estético, antes
de experimentar las determinaciones del mundo el yo se siente inmortal. Cuando
progresa al estadio ético aprende a ser mortal y adquiere la forma de una
individualidad. ¿Es posible seguir siendo individuo y mortal tras la sucia
corrupción de la sangre?
Si hemos alcanzado un grado tal de individuación se debe a
la conciencia de nuestra mortalidad por tanto es hacer trampas en el solitario
sostener que nuestra alma pervive más allá de la muerte. La esperanza religiosa
o la esperanza utópica en un mundo perfecto en el futuro no nos satisfacen.
Nadie puede sostener hoy la trascendencia religiosa más allá de la corrupción
del cuerpo. Cada hombre desea prorrogar su vida más allá de la muerte, seguir
siendo hombre mortal porque eso es lo que nos constituye. Un alma separada del
cuerpo putrefacto haría de nosotros otras cosa distinta de ser hombres, y un
futuro perfecto (la esperanza de Marc Bloch) satisfaría a la humanidad, a la
clase que lucha por él, pero no al hombre concreto que aspira a prorrogarse más
allá de la muerte. ¿Entonces qué tipo de esperanza nos cabe si es que alguna
cabe? ¿Por qué si el mundo permite la formación de individualidades
autoconscientes les castiga luego mezquinamente a un destino sórdido? Desechada
la inmortalidad que las religiones nos ofrecen, ¿cabe una mortalidad que no
cese por el hecho de la muerte, es decir, somos seres mortales, esa es la
exigencia de la individualidad, pero podemos ser mortales indefinidamente? Esta
es la pregunta que Javier Gomá se hace en este libro.
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Eternidad aumentada.
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Eternidad aumentada.
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