Asistimos desde hace unas décadas a una aceleración de la
historia, el cambio repentino es la norma, en las ciudades cada vez de mayor
tamaño se produce un fenómeno de homogeneización que contrasta con la llegada
masiva de inmigrantes de diversas procedencias. Quizá eso explique el énfasis
en el pasado, aunque haya tantos que ya no lo compartan, la obsesión por las
raíces, “el epifenómeno más melancólico de una época marcada por la
homogeneización cultural” con cada vez menos diferencias.
Si la memoria de los sucesos del pasado, incluso los mitos
fundacionales eran requisitos de la construcción y asentamiento de las
naciones, ¿qué sucede hoy cuando la inmigración cambia la piel de los pueblos y
los antiguos colonizados se asientan junto a las casas de los descendientes de
los colonizadores? ¿Puede haber una historia común? ¿O ha de cambiarse la
historia mítica de los libros de texto por otra que sea ambivalente? ¿Puede de
ese modo compartirse un propósito común que dé sustento a la convivencia?
¿Es un imperativo ético la memoria o lo es el olvido? ¿Es la
memoria colectiva un requisito de la justicia? ¿Es compatible la justicia con
la paz? ¿Puede conseguirse una paz duradera con una búsqueda incansable de la verdad?
¿Es cierto como sostenía George Santayana que “aquellos que
no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo” o más bien el olvido es
una necesidad de la sociedad que busca la paz, como sostiene, con matices,
David Rieff en su libro Contra la memoria? ¿Recordar es un deber moral
para con las víctimas, porque de ese modo se evita que el olvido mate dos
veces, como han escrito Paul Ricoeur y Avishai Margalit o “La convicción de que
la memoria es un género de la moralidad es una de las beaterías más
inexpugnables de nuestra época”?
El cambio del callejero de Madrid, la construcción del
memorial del Borne, en Barcelona, para conmemorar a las víctimas de 1714, la
ley de Memoria histórica, el levantamiento de las tumbas de la represión
franquista. Eso sólo en España, pero miremos hacia donde miremos el mundo si no
está derramando sangre al menos la conmemora, algunos de forma
bienintencionada, otros buscando réditos políticos subiéndose a hombros de las
víctimas.
¿Qué se quiere decir cuando se habla del “deber de la
memoria”, son inseparables identidad y memoria? Recordamos como individuos,
aunque nuestra memoria sea imprecisa, ¿pero podemos hablar de memoria histórica
o memoria colectiva? ¿”La interpretación de la memoria es una función del poder
y no de la verdad”, como sostenía Nietzsche?
Mientras los perpetradores anden sueltos o las víctimas
sigan con vida, mientras los verdugos no reconozcan su culpabilidad no se puede
hablar de perdón ni de olvido, el trauma de los supervivientes alcanza a las dos
o tres generaciones subsiguientes, pero ¿qué utilidad tienen las
conmemoraciones posteriores, qué sentido tiene rodear de sacralidad la memoria,
no afloran en esos actos las emociones falsas, lo kitsch, no “se conmueve la
gente para gozar con la ilusión de la propia superioridad”? “El drama sacro es
la antítesis de toda política justa. En lo sacro no hay acuerdo. Pero, ¿una
política sin acuerdos no es invariablemente totalitaria”? “Lo que garantiza la
salud de las sociedades y de los individuos no es la capacidad de recordar,
sino su capacidad para finalmente olvidar”. “¿Por qué la memoria, sobre
todo la memoria histórica se tiene por una bendición cuando, de manera
irrefutable tan a menudo ha sido un lastre, cuando no una maldición?”
Sin llegar a afirmar que la memoria colectiva es como un inmenso
agujero negro de donde no puede escapar la razón histórica ni la seriedad
política, ni estar del todo seguro, como sostenía Nietzsche, que es totalmente
imposible vivir sin olvidar, David Rieff cree que alcanzar una paz duradera es
imposible sin el olvido. Como corresponsal en la guerra de Bosnia cree que allí
la masacre fue avivada por la memoria o más precisamente por la incapacidad
para el olvido.
Otras frases:
“Auschwitz no nos inocula contra Camboya, Ruanda o Bosnia…
sostener lo contrario es una ilusión sentimental y antihistórica”.
“La memoria colectiva es como un agujero negro del que no
puede escapar la razón histórica ni la seriedad política”. La rememoración, en
realidad, no se ocupa del pasado, o bien trata del amor propio o no trata de
nada.
Sobrevalorar la memoria menosprecia la historia, produce una
satisfacción inmediata, forma parte de la cultura de la queja, del
ensimismamiento propio de la sociedad del espectáculo.
“Es la estructura profunda de la memoria colectiva y no sus
abusos… es siempre adolescente y la atrae hacia el sufrimiento, el conflicto,
el sacrificio”.
Renan (el fundamento de la nación es): “Haber sufrido
juntos”. El sufrimiento en común une más que la felicidad en común: impone
deberes, precisa un esfuerzo conjunto.
La rememoración se sustenta en el sentimiento de victimismo.
“No hay nada más socialmente incontrolable y, por ende, más peligroso
políticamente que un pueblo que se tiene a sí mismo por víctima” .
“Todo mal cometido en el siglo XX ha sido un acto de
legítima defensa”.
“¿Olvidar es cometer una injusticia con el pasado, entonces
recordar no sería cometerla con el presente?” (Yerushalmi).
¿”El imperativo de la justicia está por encima
jerárquicamente de toda consideración moral”? La conmemoración podrá ser aliada
de la justicia, pero pocas veces lo es de la paz.
Sin embargo, ¿es necesario mantener una identidad común, un
propósito común? ¿También el olvido, como la rememoración, ha de tener un
periodo de duración? ¿Hay que sustituir, como sostiene Ulrick Beck, el
“nacionalismo metodológico” por una “ambivalencia compartida”? La unidad
nacional es difícil de alcanzar y fácil de perder.
Irlanda. “El país tuvo
mártires cuando necesitaba hombres”
De Gaulle. Vichy: “Un no
acontecimiento sin consecuencias”.
Mario Cuomo: “Todo gobierno
justo gobierna en prosa”.
Leon Wieseltier (Kaddish):
“La mente no puede prescindir de la imaginación, pero la imaginación puede
prescindir de la mente”.
Karl Kraus: “El diablo es
optimista si cree que puede hacer peores a los hombres”.
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