En la presentación, ayer, de un documental -En busca del futuro perdido- muy bien regado por
las instituciones para unos resultados mediocres, el arqueólogo del salacot
–así lo definía una de sus fans- y firme apoyo pasado y presente de la CUP, volvió a sacar la
bicha del determinismo lingüístico. Con cuánta ingenuidad y convicción
afirmó que la pérdida de una lengua de unos pocos hablantes es la pérdida de un
mundo irrecuperable y único. Una lengua no es principalmente un sistema de
comunicación sino una forma de entender y organizar el mundo. Los hablantes,
gracias a su idioma, poseen una cosmovisión diferencial que se pierde
con cada idioma que muere. Los idiomas no son meros instrumentos adaptativos
sino objetos sagrados de la diversidad que deben ser preservados a cualquier
precio.
¿Realmente una lengua es tan singular como para que sea
decisiva en la formación del pensamiento, un filtro
que determina nuestra forma de pensar y percibir la realidad? Según Steven Pinker, nadie ha
demostrado que los hablantes de una lengua piensen y razonen de una forma
diferente, “los demás posibles efectos de la lengua sobre el pensamiento son
prosaicos, aburridos, triviales e incluso susceptibles de inhibir la libido”. Podría decirse, pues, que una lengua que se abandona o se pierde porque
desaparece el último hablante no es más que un programa que en el proceso
evolutivo ha quedado obsoleto. Si desaparece es porque como herramienta de
adaptación ha fracasado, ya no sirve. Mantenerla es un mal negocio para sus
posibles hablantes. Pedirles que mantengan su maravillosa ‘cosmovisión’ para
que el mundo sea más rico y diverso es pedirles un sacrificio que nosotros no
estamos dispuestos a hacer.
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