viernes, 17 de junio de 2016

El ruido del tiempo, de Julian Barnes

  
   
     El ruido del tiempo es la última novela de Julian Barnes. Dmitri Shostakóvich es el protagonista, el contexto la Rusia estalinista. Está dividida en tres episodios. En el primero el compositor está atenazado por el miedo. Después de que Stalin, acompañado de los camaradas Mólotov, Mikoyán y Zhdánov, asistiese a una representación de la ópera Lady Macbeth de Mtsensk en Leningrado, el fatídico 26 de enero de 1936, y dejase constancia en Pravda de su reproche, Bulla en vez de música, una música que “graznaba y gruñía y resopabla”, que había sido compuesta para los “amanerados” que habían perdido todo “gusto sano” por la música y preferían “una confusa corriente de sonido”, Shostakóvich se preparó literalmente para ser interrogado primero y luego para desaparecer como les había ocurrido a otros artistas, conocidos y familiares suyos. Hubo un interrogatorio y después, cada noche, durante diez días, junto a una pequeña maleta que contenía lo indispensable, el músico se ponía en el rellano, enfrente de la puerta del ascensor, en el quinto piso de la calle Bolshaya Pushkarskaya, esperarando el momento en que alguien viniese a detenerle.

         En el segundo episodio, en el avión que le devuelve a la Rusia soviética, en 1948, tras una invitación en EEUU para participar en un congreso por la paz y la cultura, Shostakóvich medita sobre la humillación y la traición, sobre su debilidad, pesimismo y miedo en el sometimiento a las directivas del poder, en su fracasada carrera como compositor de óperas tras el suceso de enero de 1936, en la prohibición de que sonase su música (condenada por formalista, desviacionista y antipopular), en la posterior llamada que Stalin le hizo asegurándole que no había sido prohibido, en su impotencia y debilidad para plantar cara porque si lo hacía muchos pagarían las consecuencias. Pero la humillación que le zahería era lo que había sucedido en Nueva York, el peor momento de su vida. Se había visto obligado a leer dos textos que le habían preparado. En el segundo atacaba a Stravinski, que se había jactado de que “Mi música no expresa nada realista”, en contra de las directrices estalinistas; en él decía que Stravinski había traicionado a su país natal y que se había unido a la camarilla de reaccionarios músicos modernos. De vuelta a casa Shostakóvich piensa que ha traicionado al mayor compositor del siglo XX y a la música: sentía vergüenza y desprecio por sí mismo.

         En el tercero, Shostakóvich está en el asiento trasero de su nuevo coche, un Poveda. Mientras contempla la cabeza y las orejas de su chófer, se lamenta de que nunca le hayan permitido comprarse un coche extranjero, un Mercedes, como sí lo han hecho con Prokofiev o Rostropovich, piensa en su tercera y última conversación con el poder. Fue en 1960, también año bisiesto, como en las otras dos ocasiones anteriores. Stalin había muerto y Nikita el Mazorca había tomado el relevo. Podía haber perdido el miedo: ya no había muertes, el partido ya no mataba, pero podía comprarte el alma. Que te matara nunca había sido lo peor. La muerte era preferible a un terror interminable. Es lo que sucedió. Le dijeron que solicitase el ingreso en el partido, él no lo deseaba de ningún modo, pero lo hizo, que fuese el presidente de la Unión de Compositores de la Federación Rusa, no lo quería, pero lo fue. A Nikita no le gustaba su música, eso era lo de menos. No querían que fingieses adhesión a sus gustos triviales y a sus lemas críticos, desprovistos de sentido; te pedían que realmente creyeras en ellos. Querían tu complicidad, tu acatamiento, tu corrupción.

         Frente al sistema totalitario comunista, Shostakóvich pensaba que se defendía con la ironía, esa brecha entre cómo piensas que debe ser el mundo y cómo es en realidad. Por ejemplo, firmaba los textos que le hacían firmar como suyos, pero no los leía –artículos en Pravda o en revistas de musicología o las inmundas cartas públicas contra Solzhenitsyn o contra Sajarov (en compañía de Jachaturián o Kabalevvski)- o aplaudía los discursos de los actos oficiales pero no los oía, incluso aquellos que le recriminaban ásperamente su formalismo musical. Pero ¿hasta donde podía llegar la ironía si sus amigos o conocidos no sabían que la practicaba? En su primer concierto para cello había insertado una referencia a la canción favorita de Stalin, pero Rostropovich lo había interpretado sin percatarse de ello, si él no lo hacía ¿quién más en todo el mundo lo podría detectar?

         Julian Barnes escribe una novela sobre el miedo en una sociedad totalitaria, el miedo físico a la muerte y el miedo a perder el alma. Shostakóvich vivía escindido, en su intimidad no aceptaba el sistema (la música no pertenece al pueblo, según el lema de Lenin, la música pertenece a la música), sin embargo se plegó a su mandato: no volvió a escribir óperas, compuso música sentimental para las películas del régimen, participó sumiso en la vida oficial, aceptó premios y condecoraciones (seis premios Stalin y tres órdenes de Lenin). Su carácter pesimista como el del alma rusa no conjugaba con el falso optimismo de las consignas, eso le llevó a la neurosis. Y esto, tal vez, era la derrota definitiva que le habían infligido. En lugar de matarlo, le habían permitido vivir, y al permitirle vivir lo habían matado. La forma que adopta la novela es una larga introspección del compositor soviético escrita en tercera persona, en párrafos breves discontinuos. Tiene la ventaja de seguir el curso irregular de la conciencia, de ver el pasado desde la urgencia, el desencanto, el pesimismo, la desolación del presente, de ser fiel a la organización mental que no es la del relato estructurado. Un gran logro.

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