martes, 21 de junio de 2016

El policía búlgaro (La pequeña farsa convertida en tragedia)


         «¡Un policía búlgaro se ata los cordones de sus botas!», anunciaba Maxim a los amigos de su padre. Al niño siempre le habían gustado las bromas y las travesuras, las catapultas y las escopetas de aire comprimido; y a lo largo de los años había llevado a la perfección su número cómico. Llegaba con los cordones sueltos y con una silla que colocaba, frunciendo el entrecejo, en medio de la habitación, moviéndola despacio hasta conseguir la mejor posición. Después ponía una expresión grandilocuente y levantaba con las dos manos el pie derecho, haciendo palanca para asentarlo encima de la silla. Miraba alrededor, muy complacido por esta simple proeza. Luego, con una torpe maniobra que los espectadores quizá no comprendiesen al principio, se agachaba, sin hacer caso del pie sobre la silla, y se ataba los cordones de la otra bota, la que pisaba el suelo. Inmensamente contento con el resultado, cambiaba de pierna, levantando la izquierda hasta la silla para después agacharse y atar los cordones de la bota derecha. Cuando había acabado, se enderezaba, muy erguido, casi en posición de firmes, examinaba detenidamente las dos botas que había conseguido atar y pesadamente devolvía la silla a su sitio.Sospechaba que a la gente le hacía tanta gracia no sólo porque Maxim era un comediante nato, no sólo porque gustaban los chistes sobre búlgaros, sino por otra razón, más profunda: porque el pequeño sketch era sumamente sugerente. Maniobras ultracomplicadas para lograr la conclusión más sencilla; estupidez; autocomplacencia; indiferencia a la opinión ajena; repetición de los mismos errores. ¿No reflejaba todo aquello, magnificado en millones y millones de vidas, cómo habían sido las cosas bajo el sol de la Constitución de Stalin, un vasto catálogo de pequeñas farsas que llegaban a ser una inmensa tragedia? 

                                    (en El ruido del tiempo, de Julian Barnes) 

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