Acudimos al 20D inflados de pasión en la creencia de que
íbamos a refundar el tiempo. Con una mano combatíamos la corrupción económica y
moral, el clientelismo, la patrimonialización del Estado, con la otra abríamos
la puerta a las reformas, un nuevo país estaba a nuestro alcance, más justo,
más igualitario, mejor administrado, confiábamos en representantes más
jóvenes, mejor preparados, menos interesados en su propia promoción.
Pero el entusiasmo tiene los días contados. Un partido
nuevo, un líder, unas ideas atractivas alientan el fervor, pero la gente no
puede arder indefinidamente sin consumirse, salvo patología. Al entusiasmo le
ha vencido el hastío, la descompresión. ¿Pero no debiera ser ese el ánimo de la
política?, ¿el hombre adulto liberado del engañoso idealismo adolescente no
debería participar en política como en un negocio donde sopesar con frialdad
las distintas alternativas, escogiendo la menos arriesgada, la que asegure el
menor mal? Queda, pues, la razón fría, desapasionada. Por tanto, el 26J es el
momento de la sensatez. Claro que no para todos, el carácter resabiado, el
hombre visceral no puede sofocar su instinto. A ese hombre no se le puede
ayudar, de lo que se trata es de que los hombres razonables seamos más que los
resentidos. ¿No debería aterrarnos dejar los asuntos públicos en manos de gente entusiástamente adolescente, cursi (“La sonrisa de un país”), obscena (“Nuestra
riqueza es su pobreza”), vacía (El programa político como catálogo de
Ikea) y violenta?
Sobre esos falsos adultos, eternamente adolescentes, que tienen puestas todas sus
ilusiones en Posemos:
“Lo que sucedía a las ilusiones humanas era más bien que se desmoronaban, se marchitaban. Era un proceso largo y tedioso, como un dolor de muelas que llega al fondo del alma. Pero arranas un diente y desaparece. Las ilusiones, sin embargo, incluso cuando han muerto siguen pudriéndose y apestando en nuestro interior. No podemos evitar su sabor y olor. Las llevamos con nosotros todo el tiempo”. (Julian Barnes en El ruido del tiempo).
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