Celebra hoy la ciudad dos asuntos dispares, no sé qué asedio
de 1812 y el negocio (in)moral de los refugiados. Mozalbetes septuagenarios y aún octogenarios, desfilan por el paseo principal cargando con lustrosas
impedimentas de cuando la guerra se hacía a culatazos y bayonetazos. Los trajes
son coloridos, tanto los de los inverosímiles soldados como los de las más
jóvenes damiselas que caminan detrás. No ponen a desfilar lo que venía después,
cuerpos eviscerados, brazos y piernas rotas y cabezas machacadas, tampoco el oficio que desempañaban las damiselas en los campamentos. Como la ciudad ya ha
reparado, en lo que ha podido, los destrozos de aquel tiempo, el desfile se
justifica por la fiesta contemporánea del turismo. Franceses, ingleses y
portugueses haciendo noche en una pequeña y bonita ciudad, gastronomía y bebida
a discreción, no sé si esos cuerpos están para otros trotes. Los otros, los del
negocio de los refugiados (del que esperan obtener obscenos réditos políticos), hombres en permanente y avejentada adolescencia que cargan el fardo de la
culpa colectiva, han colgado en la Plaza Mayor una pancarta tan grande como la
mentira que proclama: Nuestra riqueza es su pobreza. Cualquier persona
decente sabe que no es así, la riqueza de unos países es condición
para que despeguen otros o ¿acaso deberíamos empobrecernos para igualar
su condición? En un rincón del paseo, mientras los aguerridos pasean el folclor
de la guerra sin guerra, los solidarios sin solidaridad discursean ante un
puñado de buenas familias que se golpean el pecho con atrición. Ninguna
justificación tiene celebrar la desdicha de los refugiados si tras ella ninguno
de los celebrantes ofrece su casa a una de las tristes familias. Pero es uno de
los signos de nuestra época, la mala conciencia de los ahítos.
sábado, 11 de junio de 2016
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