sábado, 11 de junio de 2016

Celebraciones




         Celebra hoy la ciudad dos asuntos dispares, no sé qué asedio de 1812 y el negocio (in)moral de los refugiados. Mozalbetes septuagenarios y aún octogenarios, desfilan por el paseo principal cargando con lustrosas impedimentas de cuando la guerra se hacía a culatazos y bayonetazos. Los trajes son coloridos, tanto los de los inverosímiles soldados como los de las más jóvenes damiselas que caminan detrás. No ponen a desfilar lo que venía después, cuerpos eviscerados, brazos y piernas rotas y cabezas machacadas, tampoco el oficio que desempañaban las damiselas en los campamentos. Como la ciudad ya ha reparado, en lo que ha podido, los destrozos de aquel tiempo, el desfile se justifica por la fiesta contemporánea del turismo. Franceses, ingleses y portugueses haciendo noche en una pequeña y bonita ciudad, gastronomía y bebida a discreción, no sé si esos cuerpos están para otros trotes. Los otros, los del negocio de los refugiados (del que esperan obtener obscenos réditos políticos), hombres en permanente y avejentada adolescencia que cargan el fardo de la culpa colectiva, han colgado en la Plaza Mayor una pancarta tan grande como la mentira que proclama: Nuestra riqueza es su pobreza. Cualquier persona decente sabe que no es así, la riqueza de unos países es condición para que despeguen otros o ¿acaso deberíamos empobrecernos para igualar su condición? En un rincón del paseo, mientras los aguerridos pasean el folclor de la guerra sin guerra, los solidarios sin solidaridad discursean ante un puñado de buenas familias que se golpean el pecho con atrición. Ninguna justificación tiene celebrar la desdicha de los refugiados si tras ella ninguno de los celebrantes ofrece su casa a una de las tristes familias. Pero es uno de los signos de nuestra época, la mala conciencia de los ahítos.

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