Ver un ciclo de un director es como ver una retrospectiva de
un pintor, se ve si hay continuidad, si el director tiene un proyecto que se
despliega a través de los años. Parece que Tod Haynes lo tiene. Una historia
del sentimiento en nuestra época. Velvet Goldmine, Far from Heaven, Mildred
Pierce, Carol. Tiene un proyecto artístico y tiene un molde en que
expresarlo, el melodrama. Haynes conoce sus reglas pero sabe que la época del
melodrama ya ha pasado. Por eso mira hacia atrás, hacia los años cincuenta, la
época gloriosa del melodrama, la de Douglas Sirk, por ejemplo. Se diría que
Haynes añora el pasado, aunque fuera tan tremendo para quienes se empeñaban en liberar
sus sentimientos.
En Far from Heaven, Julienne Moore, desatendida por un
esposo que se descubre homosexual, encuentra comprensión y un amor que le
asalta contra toda posibilidad de realización en su negro jardinero.
Homosexualidad y el prohibido amor son los sentimientos que se exponen como en
un cuadro. Porque Haynes también añora a los artistas del pasado, a los
artistas por excelencia, a los pintores expresionistas y postimpresionistas.
Como en sus pinturas, las escenas en los que aparecen los estilizados
sentimientos están tratadas como si fuesen los decorados en que aquellos
pintores exponían sus temas. Una explosión de colorido –siempre es exuberante
otoño en la película- en el jardín de la casa de los Whitaker, en la arboleda,
en los preciosistas interiores donde cada cosa está en su sitio y nada desentona, como en
las películas de Almodóvar –los dos directores tienen un proyecto parecido-, en
el vestuario de la protagonista, en la luz –siempre hay una luz esplendorosa
pero- tamizada con filtros para que nada destaque por encima de lo que importa,
la exhibición del sentimiento. Pero una expresión contenida en el caso de la
protagonista –sublime interpretación de Julienne Moore, esa ama de casa sumisa
y hogareña hasta más no poder en la que se va revelando el lugar extraño que
habita el corazón, el suyo y el de su marido- y atormentada la del marido, donde
los sentimientos son abstracciones que el recipiente de los cuerpos no puede
contener. Abstracciones que aparecen como trazos dibujados en el aire, en planos sin fondo -el director hace lo posible por difuminar la profundidad de campo hasta hacerla casi desaparecer, salvo en la último cuando la protagonista sale de la estación donde se ha despedido con un gesto de su amigo negro y el coche se pierde en un punto de fuga que la lleva lejos del cielo.
Por eso, Tod Haynes tiene que llevar a sus personajes atrás en el
tiempo, allí donde la pasión es un estado del espíritu, no una deposición
corporal. Quizá se encuentre el medio de llevar el actual estado del
sentimiento al molde del melodrama, pero aún está por ver.
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