jueves, 19 de mayo de 2016

Far from Heaven, de Tod Haynes




         Ver un ciclo de un director es como ver una retrospectiva de un pintor, se ve si hay continuidad, si el director tiene un proyecto que se despliega a través de los años. Parece que Tod Haynes lo tiene. Una historia del sentimiento en nuestra época. Velvet Goldmine, Far from Heaven, Mildred Pierce, Carol. Tiene un proyecto artístico y tiene un molde en que expresarlo, el melodrama. Haynes conoce sus reglas pero sabe que la época del melodrama ya ha pasado. Por eso mira hacia atrás, hacia los años cincuenta, la época gloriosa del melodrama, la de Douglas Sirk, por ejemplo. Se diría que Haynes añora el pasado, aunque fuera tan tremendo para quienes se empeñaban en liberar sus sentimientos. 

         En Far from Heaven, Julienne Moore, desatendida por un esposo que se descubre homosexual, encuentra comprensión y un amor que le asalta contra toda posibilidad de realización en su negro jardinero. Homosexualidad y el prohibido amor son los sentimientos que se exponen como en un cuadro. Porque Haynes también añora a los artistas del pasado, a los artistas por excelencia, a los pintores expresionistas y postimpresionistas. Como en sus pinturas, las escenas en los que aparecen los estilizados sentimientos están tratadas como si fuesen los decorados en que aquellos pintores exponían sus temas. Una explosión de colorido –siempre es exuberante otoño en la película- en el jardín de la casa de los Whitaker, en la arboleda, en los preciosistas interiores donde cada cosa está en su sitio y nada desentona, como en las películas de Almodóvar –los dos directores tienen un proyecto parecido-, en el vestuario de la protagonista, en la luz –siempre hay una luz esplendorosa pero- tamizada con filtros para que nada destaque por encima de lo que importa, la exhibición del sentimiento. Pero una expresión contenida en el caso de la protagonista –sublime interpretación de Julienne Moore, esa ama de casa sumisa y hogareña hasta más no poder en la que se va revelando el lugar extraño que habita el corazón, el suyo y el de su marido- y atormentada la del marido, donde los sentimientos son abstracciones que el recipiente de los cuerpos no puede contener. Abstracciones que aparecen como trazos dibujados en el aire, en planos sin fondo -el director hace lo posible por difuminar la profundidad de campo hasta hacerla casi desaparecer, salvo en la último cuando la protagonista sale de la estación donde se ha despedido con un gesto de su amigo negro y el coche se pierde en un punto de fuga que la lleva lejos del cielo.

         Por eso, Tod Haynes tiene que llevar a sus personajes atrás en el tiempo, allí donde la pasión es un estado del espíritu, no una deposición corporal. Quizá se encuentre el medio de llevar el actual estado del sentimiento al molde del melodrama, pero aún está por ver.

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