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‘El tiempo pasa sin anunciar su prisa’
Miro los dorados del retablo, el San Pedro orondo y tieso,
el rústico San Juan a su derecha y el espadachín San Pablo igualmente orondo,
las paredes desencaladas en busca de valiosas pinturas que nunca aparecieron, los
ángeles con faldas avolantadas, la valiosa pila, mientras el cura se despide de
Jesús: Hasta luego, dice, para después hacer un canto a la resurrección
de los muertos. No sé si a alguien consuelan estas palabras tan
bienintencionadas. En todo caso las escuchamos con respeto. Quedan las flores
que pronto se marchitarán, su breve perfume, los abrazos a desconocidos que
resultan ser conocidos olvidados, gente de un tiempo que mi mente
misteriosamente ha borrado, como si nunca hubiese existido el primer periodo de
mi vida que ni siquiera aparece en mis sueños, gente que me recuerda pero yo no
a ellos. Lo que recuerdo es posterior a los diez primeros años de la vida que
aquí viví, en este pueblo, en el castro desde el que ahora observo el caserío
que mira al sur, hacia los campos verdes, hacia las eras, hacia el espesor del
monte. Recuerdo, sí, el carácter mesurado, tranquilo de Jesús, un hombre
que no se despegó de esta tierra, bajo la que hoy reposa para siempre, un viaje en que
le acompañé a Montijo y Don Benito donde iba a cosechar, en una época en que
estas máquinas eran una novedad, las visitas a cortijos para cobrar lo que no
le querían pagar, la conversación pausada junto a un vaso de vino. Ahora veo a
sus pelirrojos nietos -recuerdo del pelirrojo que yo fui- llevando a Jesús
a su asiento definitivo: paletadas de tierra sobre el hosco sonido de madera
hueca. Eso es todo, que pase el siguiente.
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