martes, 24 de mayo de 2016

‘El tiempo pasa sin anunciar su prisa’



         Miro los dorados del retablo, el San Pedro orondo y tieso, el rústico San Juan a su derecha y el espadachín San Pablo igualmente orondo, las paredes desencaladas en busca de valiosas pinturas que nunca aparecieron, los ángeles con faldas avolantadas, la valiosa pila, mientras el cura se despide de Jesús: Hasta luego, dice, para después hacer un canto a la resurrección de los muertos. No sé si a alguien consuelan estas palabras tan bienintencionadas. En todo caso las escuchamos con respeto. Quedan las flores que pronto se marchitarán, su breve perfume, los abrazos a desconocidos que resultan ser conocidos olvidados, gente de un tiempo que mi mente misteriosamente ha borrado, como si nunca hubiese existido el primer periodo de mi vida que ni siquiera aparece en mis sueños, gente que me recuerda pero yo no a ellos. Lo que recuerdo es posterior a los diez primeros años de la vida que aquí viví, en este pueblo, en el castro desde el que ahora observo el caserío que mira al sur, hacia los campos verdes, hacia las eras, hacia el espesor del monte. Recuerdo, sí, el carácter mesurado, tranquilo de Jesús, un hombre que no se despegó de esta tierra, bajo la que hoy reposa para siempre, un viaje en que le acompañé a Montijo y Don Benito donde iba a cosechar, en una época en que estas máquinas eran una novedad, las visitas a cortijos para cobrar lo que no le querían pagar, la conversación pausada junto a un vaso de vino. Ahora veo a sus pelirrojos nietos -recuerdo del pelirrojo que yo fui- llevando a Jesús a su asiento definitivo: paletadas de tierra sobre el hosco sonido de madera hueca. Eso es todo, que pase el siguiente.

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