Pedro Páez fue un jesuita castellano que a comienzos del
siglo XVI fue el primer europeo en avistar las fuentes del Nilo Azul, en
Etiopía. La cuestión de las fuentes del Nilo desde antiguo avivó la imaginación
de aventureros, mercaderes, guerreros y hombres famosos como el persa Cambises,
que en la búsqueda se perdió con su ejército, Alejandro o Julio César.
Egipcios, además de persas, griegos y romanos fueron remontando el curso del
río, quedando atascados en la primera catarata, como en el relato de Herodoto,
o llegando como mucho hasta la actual Jartum donde el Nilo Azul se junta con el
Nilo Blanco. El misterio de las fuentes sobrevivió en la imaginación de los
europeos hasta que el escocés James Bruce afirmara falsamente que había sido el
primero en encontrar el nacimiento del Nilo Azul, en 1770, y un siglo después
Burton y Speke llegaran a la región de los grandes lagos, y sólo Speke al
lugar, en el lago Victoria, en que nace el Nilo Blanco.
Javier Reverte en su biografía de Pedro Páez, pues biografía
es Dios, el diablo y la aventura, sitúa el contexto en que discurrió la
peripecia del jesuita castellano que había nacido en Olmeda de la Cebolla, hoy Olmeda
de las Fuentes, en la provincia de Madrid. Habla de los años finales del XVI y
comienzos del XVII, del comienzo de la decadencia Castellana con el final del
reinado de Felipe II y el comienzo del de su hijo Felipe III, de la figura de
Ignacio de Loyola y la fundación de la Compañía de Jesús, de su trabajo por
hacer atractivo, mediante el estudio y la persuasión, el catolicismo tras el
Concilio de Trento, de la organización de misiones para convertir al
catolicismo al mundo entero, señaladamente el oriental en las zonas del imperio
portugués, entre ellas, la misión en Goa, en la costa occidental de la India,
donde los jesuitas establecieron una importante base.
A Goa sería enviado Pedro Páez después de hacerse jesuita y
estudiar en Coimbra, hecho que indujo a quienes hablaron con posterioridad a
considerarlo portugués. La vida de Páez es más intensa que la que un buen
contador de historias pueda imaginar, por ello el libro de Reverte se lee como
la mejor novela de aventuras. Páez tenía facilidad para los idiomas y aparte
los que traía de casa, español, portugués, latín y griego, fue aprendiendo por
el camino los que necesitaba para las misiones que la Compañía de Jesús le
encomendaba, entre ellos el amárico, la lengua de los etíopes, y el gue’ez, el
idioma que estos utilizaban para el culto. Páez salto el Mar Rojo hacia Etiopía
por dos veces. Su primer viaje fue tan peligroso como colosal. Ocupados los
puertos de la costa arábiga por los turcos fue hecho prisionero y fue llevado a
través del inhóspito Hadramaut, siendo el primer europeo en recorrerlo,
atravesando zonas desérticas, sin agua y sin comida, soportando temperaturas
extremas, hasta el punto que se hace difícil de creer, hasta llegar al
WadiHadramaut, el único río que atraviesa esos parajes y en el que encontraban
los únicos lugares habitables. El rey de España y Portugal contribuyó con una
importante cantidad de oro a su rescate. Cuando Paez se repuso comenzó su
segunda aventura y de forma casi milagrosa pudo llegar a las tierras del
emperador etíope, que se decía de la estirpe de los salomónidas, es decir,
descendientes de la unión entre Salomón y la reina de Saba. Los etíopes desde
el siglo IV de nuestra era practican el cristianismo copto y su patriarca hasta
hace poco era enviado desde Alejandría. Pedro Páez consiguió asentarse en la
corte del emperador. Aunque tuvo que vérselas con varios de ellos, fue con Susinios
con quien tuvo trato más prolongado, convirtiéndolo junto a su corte a la verdadera
fe.
Javier Reverte sufre el síndrome del biógrafo, la abducción
por su biografiado. Pedro Páez no fue sólo un aventurero que con parcos medios
llegó a las fuentes del Nilo Azul, ni el estudioso que en su libro, Historia
de Etiopía, dio cuenta de flora y fauna que en Europa se desconocía, ni el
inverosímil arquitecto que construyó el primer palacio de piedra, y la primera
iglesia, para un emperador etíope, fabricando las herramientas y formando a los
artesanos necesarios, además, con su bondad supo seducir al emperador y a su
corte y convertirlos a la fe católica, un santo con todas las letras, aunque
toda su labor se vino abajo tras su muerte, debido a la impericia de los
jesuitas que le sucedieron en las misiones de Etiopía. Quedan sin embargo
cuestiones de difícil debate, pasados cuatro siglos: la esclavitud de la que
los propios jesuitas se sirvieron, las condenas a muerte que el amigo emperador
ordenaba, el expolio de tierras para adjudicarlas a las misiones, las
ejecuciones y matanzas que consintieron en nombre de la verdadera fe.
Desde aquí sólo podemos constatarlo, explicar las condiciones en que se
produjeron, dar cuenta de las ideas dañinas que impregnaban la época.
Mirar hacia atrás con ojos de fiscal es un ejercicio vano,
aquellos hombres están muertos y la reparación es imposible, ¿cómo podríamos
resucitar a todos los vejados? Sin embargo el pasado es un espejo que nos
devuelve a nuestra época, es aquí donde debemos reparar las injusticias que por
nuestra causa se cometan, es aquí, con inteligencia y templanza, donde debemos
descubrir los males que se tienen por bienes, los prejuicios que nos ciegan, el
mal que causamos creyendo que contribuimos al bien del mundo, descubrir las
falsas ideas para anticipar sus efectos. En todo caso el libro se lee con
gusto, como si de una aventura se tratase, y con envidia de Javier Reverte, capaz
de hacer de sus viajes el objetivo de su vida y en ello encontrar el sustento.
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