lunes, 16 de mayo de 2016

El espejo de un hombre, de Stephen Greenblatt


         No son muchos los datos que se tienen de la vida de Shakespeare. Se sabe de su familia y lugar de nacimiento, del estatus de su padre y de su madre, con quién se casó y que tuvo dos hijas y un hijo, que trabajó en la compañía de actores de The Globe, de la que fue socio empresario, que tuvo importantes ganancias, y bastantes pleitos por cuestiones de préstamos, y de que las invirtió, se conoce su testamento en el que apenas menciona a su mujer (le deja su segunda mejor cama), de la que vivió alejado durante la mayor parte de su vida. Pero el objetivo de Stephen Greenblatt en esta obra no es tanto ofrecer datos del individuo Shakespeare como reconstruir en la medida de lo posible las condiciones de producción de sus obras. Indaga en las fuentes librescas, en las historias que corrían en la época, en el contexto en el que se representaban y se acogían las obras, entrando en el detalle del Londres de la época, del control que ejercían las monarquías de Isabel y Jacobo, las luchas entre católicos y protestantes, escoceses e ingleses, la vida diaria, las ejecuciones, con las cabezas de los ejecutados colgando del puente o las enfermedades que como la peste se presentaban de improviso.

         Shakespeare era una esponja, todo le valía para construir sus dramas y atrapar en ellos a los espectadores de Los hombres del rey la compañía para la que trabajaba. Shakespeare reciclaba cada palabra que oía, cada persona que conocía, cada experiencia que tenía. Para demostrarlo, Greenblatt se detiene en sus obras maestras, Hamlet, El mercader de Venecia, Macbeth y el rey Lear. La historia del príncipe danés que venga el asesinato de su padre estaba viva en la memoria del Londres de la época (1600), ya se había representado una obra con ese tema. El relato venía de una colección de historias trágicas contado en francés por François de Belleforest, un auténtico fenómeno editorial a finales del siglo XVI. También de una historia contemporánea de traición y venganza, la sublevación y ejecución del conde de Essex. Pero había algo más, algo tan poderoso para provocar la representación sin precedentes hasta ese momento de una interioridad atormentada: la propia tragedia de Shakespeare, que acababa de perder a su propio hijo, Hamnet, que se ve reflejada en el momento cumbre, ese Ser o no ser, que el público sabía que hacía referencia a las ideas suicidas causadas por la muerte de un ser querido. Dice Greenblatt que en 1600 Shakespeare ya era un autor conocido por sus obras pero que con Hamlet abre un camino nuevo, desarrolla unas técnicas hasta entonces desconocidas, perfeccionando los medios para representar el interior del alma. En el caso de Hamlet, un personaje irresoluto, que permanece suspendido durante casi toda la obra. La obra comienza justo antes de que el espectro revele a Hamlet el asesinato de su padre y termina justo después de que el joven realice su venganza, lo que permite al autor centrar la tragedia en la conciencia suspendida del protagonista. Se ha calculado que hay más de seiscientas palabras nuevas en Hamlet, nuevas en Shakespeare y nuevas en el repertorio escrito de la lengua inglesa.

         Para construir Macbeth utilizó la conspiración de la pólvora de Guy Fawkes en tiempos de Jacopo I, rey de Escocia que sucedió a Isabel I tras su muerte, en la que el palacio del rey estuvo a punto de saltar por los aires. También se sirvió de la obsesión paranoica del rey con las brujas. La obra iba dirigida en primer lugar al rey. Shakespeare trabajó con esas historias y con lo que bullía en la cabeza del rey. Pero el genio del autor iba más allá de las expectativas. Según Greenblatt, en su grandes tragedias trabajó con el principio de opacidad, por el que se desmoronan las explicaciones convencionales de la locura de Hamlet, del odio de Yago, de la prueba de amor a que Lear somete a sus hijas, o de los crímenes de Macbeth, dejando en el aire las verdaderas razones de sus acciones, lo que provocaba en el público inquietud y desconcierto.

         Cuando Shakespeare concibe El rey Lear, en los años de frenética creación 1602 a 1613 (sólo en 1604 compuso: Medida por medida, Bien está todo lo que bien acaba y El rey Lear), tenía a su disposición no sólo la vieja leyenda del rey Leir y sus hijas, fresca en la memoria de los amantes del teatro porque ya había sido representada como comedia pocos años antes, sino también la preocupación de la época por los ancianos a los que se preservaba la autoridad y el poder, pero que se quedaban en la ruina material y espiritual si queriéndose librar de las cargas de la vejez cedían sus bienes a fuerzas más jóvenes, como había sucedido en un pleito contemporáneo de dos hijas que querían declarar legalmente perturbado a su padre (sir Brian Annesley) para quedarse con sus tierras en contra de la hija menor que curiosamente se llamaba Cordell, Cordella en el rey Leir y Cordelia en el rey Lear. También estaba la preocupación del propio autor que estaba pensando en su jubilación prematura.

         Shakespeare no solo fue un gran creador también fue un hombre de negocios, al contrario que Cervantes, que amasó una pequeña fortuna que supo invertir en propiedades en su ciudad natal, en casas, tierras y compra de diezmos que rentaban intereses. Actividades a las que se refiere en sus propias obras, como en esa burla en la que Hamlet, paseando por el cementerio de Elsinore, contempla una calavera que el enterrador ha sacado de su tumba con su sucia pala: Este sujeto pudo ser en sus tiempos un gran comprador de tierras. Leer El espejo de un hombre no solo es un homenaje al mayor dramaturgo de la historia, es un placer que incita a volver a Shakespeare. Un libro extraordinario.

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          Y como homenaje a Cervantes, esto: “Entre las cosas que halló Cervantes con el Quijote está la de que todo juicio estético guarda alguna relación con una antigua ética. Así, ya el mismo Don Quijote es figura paródica de un viejo personaje heroico y, por lo tanto, ético, socialmente periclitado, o sea al que no le queda nada que hacer en este mundo nuevo, ni, particularmente, con las armas nuevas a las que impone plantar cara, y cuyo lenguaje es una anticuada jerga literaria sobreactuada o sobrecargada de adjetivos laudatorios que encarecen la nobleza y esplendor de su pintura”. (RafaelSánchez Ferlosio)

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