sábado, 16 de abril de 2016

Su trozo de tierra

     


         En un rincón de la isla, apartado del populoso lugar donde la clase media baja de Europa es invitada a matarse alegremente por exceso, los más ricos, no sé si poderosos, han comprado su parcela. A un costado y al otro dos montes desmochados vigilan la bahía de Port d'Andratx, especie de Escila y Caribdis eunucos, sin apenas árboles y rocas, sólo cemento. La bahía es bonita, lo fue, no queda una yarda de terreno libre, todo es propiedad. He caminado hasta la torre de defensa del siglo XVI y hasta el faro de Sa Mola, atraído por el reclamo de inmejorables vistas. No había tal. Casi todas las calles acaban en muro de propiedad, imposible acceder al acantilado, salvo en el escaso mirador vallado del faro, no más de cinco o seis metros de largo por uno de ancho, desde donde debería verse Ibiza. He llegado por una carretera bacheada viendo las variopintas formas del caserío: ninguna memorable, la mayoría construidas con escaso gusto, muchas sin vista al mar, solo a sus vecinos y a su trozo de tierra. Apenas una casa podría haber salido de un cuadro de Hopper, con piscina azul eléctrico y tumbonas mirando más allá del mar. Con orgullo y desprecio he visto enormes paelleras: en la mala diversión se igualan estos a los del Arenal. No hay senderos ni plazas, hitos ni miradores, lugares donde pasear; se han apoderado del bosque, de las calas y calitas, del puñado de arena de una brevísima playa, de la parcelada vista al mar sobre el acantilado. El valor no va más allá de tener un terreno y una casa en este lugar. Bien es verdad que en el interior de los dos semicírculos montañosos que rodean la bahía lo muy ricos se han colgado de zonas donde aun es visible el pino y la roca, oteando la bahía con casoplones de diseño, al mismo tiempo cápsulas inaccesibles y cárceles voluntarias. Algunos tendrán mayordomo, tendrán criados, tendrán yate pero no podrán decir que son naturaleza. También para ellos vale la reflexión de George Steiner.

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