En un rincón de la isla, apartado del populoso lugar donde
la clase media baja de Europa es invitada a matarse alegremente por exceso, los
más ricos, no sé si poderosos, han comprado su parcela. A un costado y al otro
dos montes desmochados vigilan la bahía de Port d'Andratx, especie de Escila y Caribdis
eunucos, sin apenas árboles y rocas, sólo cemento. La bahía es bonita, lo fue,
no queda una yarda de terreno libre, todo es propiedad. He caminado hasta la
torre de defensa del siglo XVI y hasta el faro de Sa Mola, atraído por el
reclamo de inmejorables vistas. No había tal. Casi todas las calles acaban en
muro de propiedad, imposible acceder al acantilado, salvo en el escaso mirador
vallado del faro, no más de cinco o seis metros de largo por uno de ancho,
desde donde debería verse Ibiza. He llegado por una carretera bacheada viendo
las variopintas formas del caserío: ninguna memorable, la mayoría construidas
con escaso gusto, muchas sin vista al mar, solo a sus vecinos y a su trozo de
tierra. Apenas una casa podría haber salido de un cuadro de Hopper, con piscina
azul eléctrico y tumbonas mirando más allá del mar. Con orgullo y desprecio he
visto enormes paelleras: en la mala diversión se igualan estos a los del
Arenal. No hay senderos ni plazas, hitos ni miradores, lugares donde pasear; se
han apoderado del bosque, de las calas y calitas, del puñado de arena de una
brevísima playa, de la parcelada vista al mar sobre el acantilado. El valor no
va más allá de tener un terreno y una casa en este lugar. Bien es verdad que en
el interior de los dos semicírculos montañosos que rodean la bahía lo muy ricos
se han colgado de zonas donde aun es visible el pino y la roca, oteando la bahía
con casoplones de diseño, al mismo tiempo cápsulas inaccesibles y cárceles
voluntarias. Algunos tendrán mayordomo, tendrán criados, tendrán yate pero no
podrán decir que son naturaleza. También para ellos vale la reflexión de George
Steiner.
sábado, 16 de abril de 2016
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