Las novelas de Ian McEwan son formalmente perfectas, tratan
de los asuntos que importan, plantean dilemas morales, son el combustible que
una vida culta necesita. Sin embargo. Hay algo en ellas que incomoda, que les
falta, las imperfecciones y rarezas que hacen del mundo lo que es. Uno podría
pensar que la responsabilidad individual y social que atormenta, y seguramente
esta no es la palabra adecuada, que inquieta a sus personajes, el problema que
han de resolver antes de ir a dormir y tener un buen sueño, su necesidad de ser
virtuosos, de comportarse en todo momento como hombres civilizados, de no hacer
de la discordia sentimental con sus parejas un obstáculo para una buena vida,
son el tipo de asuntos que embarga la conciencia del hombre común, pero todos
sabemos que no es así. ¿Qué porcentaje de la población puede verse representada
por esos personajes?, ¿cuántos viven una vida que únicamente se mira en la
tabla de los principios morales?, ¿cuántos tienen a las leyes acordadas y a las
costumbres no escritas pero acordadas como antorcha de su proceder? Sabemos que
la mayor parte de la población actúa en modo automático, haciendo lo que todo
el mundo hace, cuya preocupación es no salirse del camino trazado o cuando
llega a encrucijadas difíciles actúa movida por el miedo más que por la
virtud? No sólo es eso, también habría que preguntar a Ian McEwan sobre quién
hace las leyes y los reglamentos, quién determina las costumbre correctas, no,
desde luego, la mayoría de la población.
¿Qué ocurriría si así fuese, si el modo de entender y practicar
la vida de la mayoría se hiciese con el poder de hacer leyes y convalidar
costumbres? ¿Estamos preparados para eso? En una democracia stricto sensu,
donde el poder ejecutivo fuese la copia fiel del sentir y proceder de la
mayoría, los exquisitos mareos de conciencia de los personajes de McEwan serían
un lujo novelesco, porque los problemas, las disensiones, los enigmas morales
serían resueltos mediante un tajo de la espada, no habría matices fuera del
blanco y del negro, no existirían casos particulares si la acción de los
hombres estuviese gobernada por el carácter y la contingencia. Ha ocurrido en
la historia y volverá a ocurrir.
La escena culminante de la novela es la visita de la jueza Fiona
Maye al hospital. Adam es un chico inteligente cuyo candor ha preservado la
secta en la que ha crecido, que le ha convencido que en su absurda muerte está su salvación. Fiona
intenta comprender cuánta convicción y verdad hay en la negativa de Adam a la
transfusión que ha de sanarle. No encuentra resquicios en su posición porque ha
interiorizado plenamente los argumentos, sin embargo, después de que Adam lea
uno de los poemas que escribe, un poema que expresa fielmente su convicción
religiosa, una convicción, piensa Fiona, tan válida como la suya propia, que no
hará que el mundo se detenga, casi por casualidad, la jueza encuentra el halo
de esperanza que late en Adam cuando este saca de debajo de la cama el violín
en el que ha estado practicando las últimas cuatro semanas. Adam toca
torpemente una canción irlandesa, basada en un poema de Yeats, Down by the Salley Gardens, incluso, la propia Fiona, tomada por la emoción entona una
de las estrofas, acompañando al violín, “Aprender a tocar el violín, o
cualquier otro instrumento, era un acto de esperanza, implicaba un futuro”.
Estábamos
junto al río mi amor y yo en un campo,
y
en mi hombro inclinado ella posó su mano de nieve.
Me
pidió que tomara la vida con calma,
tal
como la hierba crece en las riberas;
pero
yo era joven e insensato y ahora soy todo llanto.
Fiona juzga ese caso y muchos otros, de ellos nos da cuenta
la novela, al tiempo que su matrimonio con un geólogo pasa por un mal momento.
El problema moral surge cuando la relación con Adam sobrepasa lo estrictamente
profesional. Fiona ha enfocado toda su vida para no sobrepasar ese límite, es
la guardiana de la ley, la garante de la civilización, sin embargo como mujer
es un sujeto de emociones y sentimientos contradictorios. El otro momento
culminante surge al final, no lo voy a desvelar. Fiona comprende que la
aplicación de la ley no basta, que a menudo sus efectos son contraproducentes.
La ley es un instrumento, corta, saja, detiene un ataque, castiga pero no cura
las heridas.
Ian McEwan se dirige a los lectores de la zona de confort.
Si dividimos a la sociedad en tres tercios, clase alta, media y baja, con
amplitud numérica variable por países, por tiempos de normalidad o tiempos de crisis,
esa zona abarcaría la parte baja de la clase alta y la alta de la clase media,
aquella parte de la población educada que no solo aprecia la cultura sino que
la hace formar parte de su vida, para quien la música no es un acontecimiento
casual pasivo sino una de las formas de expresión, para quien la literatura y
el arte no son únicamente manifestaciones de placer sino lugares de debate,
aprendizaje y reflexión de la propia vida, allí donde se expresan los dilemas a
los que tenemos que hacer frente a diario para hacer posible cada día una vida
civilizada. Una parte de la clase alta escapa a esa zona de compromiso en la que
confluyen las diversas cordilleras morales en las que cada uno asienta su vida,
porque por costumbre ha asumido una superioridad natural que si los demás no se la
acaban de reconocer de algún modo se la consiente por su preeminencia en su
campo de actuación: deporte, nobleza, política, arte. La parte baja de la
sociedad, simplemente por mala suerte, genética, económica o de otro tipo, no ha
podido engancharse a ese carro y sus esfuerzos están por entero dedicados a
sobrevivir. La zona de confort no es un espacio social establecido para
siempre, este es el momento histórico en que cobija a un mayor porcentaje de la
población, pero sus límites pueden quebrar con facilidad, no sólo en cuanto a
sus límites sociales, también en cuanto a los individuales. De eso tratan las
novelas de McEwan, de la delicada trama que constituye el velo que separa la civilización
de la barbarie, de lo fácil que es perder pie y precipitarse en el oprobio y la
indignidad.
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